1.
Introducción
La Constitución de la República del Ecuador define el derecho a la educación, en la sección V artículo 26, de la siguiente manera: “(L)a educación es un derecho de las personas a lo largo de su vida y un deber ineludible e inexcusable del Estado” (Asamblea Nacional Constituyente, 2016, párr. 7). El deber ineludible e inexcusable del Estado tiene una connotación de gradación. Conviene profundizar en este carácter desde la perspectiva del Estado. Es ineludible en cuanto es una responsabilidad que no se puede evitar. Es un deber perentorio por parte del Estado para con sus mandantes. Al ser obligatorio e inexcusable, es común a todos los ecuatorianos, universal a todos. El axioma de este presupuesto es el qué de la educación. La clave está en lo que se enseña como parte de un aparataje de adoctrinamiento, el aparato ideológico, que busca beneficiar al Estado y a sus intereses.
Romero y Romero en el libro la Marrana (2013), sostienen que el Estado Moderno nace, poderoso, legal y racional y se consolida visiblemente escudado por su esposa de dos manos, la escuela y la familia. “Nació allí una de las historias de amor más importantes de la vida social: el Estado Moderno y aquella mujer con una mano singular llamada Familia y una mano universal llamada Escuela. Una belleza con dos caras para un amor correspondido”
El rol de ambas, escuela y familia, al amparo de la Iglesia, marcó el destino del ciudadano del mundo, América Latina no fue la excepción, las dos tatuaron en fuego sobre la piel del sur las profundas inequidades de clase. Y en el Ecuador la situación no fue diferente. Carlos Freile (2015), en su artículo “Hitos de la historia de la educación en el Ecuador (Siglos XVI-XX)” reseña los momentos más importantes en el país. El colegio San Andrés de Quito fue el primero inaugurado en el país, en 1550, para indígenas. Ellos estarían a cargo del apogeo artístico de la coloina. A la par se crearon colegios de caridad regentados por religiosos. La educación formal era exclusiva de los grupos privilegiados. Sin embargo, los Jesuitas otorgaban becas a las personas sin recursos. Más tarde el colegio San Fernando, continuaría como Universidad Santo Tomás, para finalmente pasar a ser la Universidad Central del Ecuador, en tiempos de Simón Bolívar.
La educación para los niños, continúa relatando Freile, fue encaminada por los Jesuitas. De estos grupos nacieron los líderes que guiaron al Ecuador. Las niñas, por otro lado, tenían una educación limitada y circunscrita a los conventos. En 1835, el presidente Vicente Rocafuerte inaugura el primer colegio para señoritas. Gabriel García Moreno inaugura los colegios mixtos en el Ecuador y en 1871 la educación se declara gratuita y obligatoria en el país. A la par se crean “Normales” de señoritas para formar maestras indígenas. Se fundan colegios técnicos y la Universidad Politécnica. A partir del siglo XX, Eloy Alfaro y el laicismo intentan poner un límite al poder de la iglesia (Freile, 2015).
En muchos aspectos, se replica la historia de Europa y la educación occidental, donde la Iglesia fue el eje central, tanto para el origen como para el desarrollo de las Universidades como de las escuelas modernas. Al referirse a la evolución histórica de la educación y su estrecha relación con el Estado, Jorge Noro (2017), menciona que:
A partir del siglo XVIII el protagonismo de la Iglesia no decayó, pero se produjo la estratégica intervención del poder político, porque la Escuela primero y la Universidad después – bajo el control, eclesial - fue una institución capaz de fabricar el cuerpo de letrados y funcionarios que el nuevo Estado requería, exigiéndose titulación universitaria para ocupar los distintos cargos en la administración del Estado. La Universidad es la que suministraba las cualificaciones profesionales que necesitaban tanto la Iglesia como el Estado. (p.17)
Por ese motivo, es necesario recordar que:
La Universidad no fue permeable al acceso de las clases menos favorecidas, sino que privilegiaba el ingreso de los sectores con recursos y poder. Mientras las escuelas se iban convirtiendo paulatinamente en un mecanismo de nivelación de los diversos sectores, la Universidad mantenía los antiguos privilegios. (p.17)
El asunto del género, por su parte, refleja el papel de la mujer como madre abnegada, a cargo de la formación de otras mujeres. Así lo explican Romero y Romero (2013):
Las mujeres serán abnegadas e incansables. Serán también mujeres dulces, tiernas, símbolos de amor y entrega. Serán reinas que por siglos estarán en la memoria de una casa y una escuela. Sus hijas serán princesas, hasta que el fiel y protector caballero público venga por ellas a corresponder un amor que llene de felicidad sus vidas.
Se hace evidente que las cosas no han cambiado significativamente para América Latina, desde los inicios de la educación. El poder político pasa a ser un actor fundamental dentro del ámbito universitario, y, por ende, a ser servido de la mejor manera, como lo menciona Noro (2017). La presencia segura de un grupo de élite formado a medida de los intereses de quienes detentan el poder, garantiza permanencia y control absoluto. Aún hoy, en el Ecuador, la educación “gratuita” y “obligatoria”, es entallada acorde a parámetros específicos que avalan la permanencia de las estructuras del poder. La educación se transforma en una herramienta que tiene por misión adoctrinar al alumnado en pro de los intereses de los poderosos. Es un deber ineludible e inexcusable del Estado para con la población, pero siempre y cuando el qué de la enseñanza alimente al sistema establecido.
Este análisis histórico y contextual de la educación en el Ecuador y América Latina revela cómo diferentes elementos han sido herramientas fundamentales en la consolidación del poder estatal y eclesiástico. En términos generales, la educación, tanto en el Ecuador como en América Latina, debe ser vista no solo como un derecho universal y un deber del Estado, sino también como un instrumento potencial para el cambio social y la equidad. La historia nos muestra que la educación ha sido utilizada para mantener el statu quo, pero también tiene el poder de transformarlo. Para lograr una educación verdaderamente inclusiva y equitativa, es crucial que las políticas educativas promuevan una enseñanza que fomente el pensamiento crítico y la inclusión de diversas perspectivas culturales y sociales.
2.
Metodología
Se ha realizado un estudio de corte cualitativo y argumental, basado en análisis de contenidos, que explora cómo se manifiesta y se mantiene vigente la interculturalidad en la educación en América Latina, profundizando en textos bibliográficos y voces disidentes. Se seleccionaron fuentes bibliográficas relevantes, que incluyen libros, artículos académicos, documentos históricos y legales, y ensayos críticos.
Se identificaron temas clave relacionados con la evolución de la educación, el papel del Estado, y las inequidades de clase y género. Se encontraron patrones y recurrencias en las narrativas sobre educación y poder. Este proceso permitió desglosar las ideas principales y analizarlas de manera sistemática.
Utilizando un enfoque crítico, se examinaron los textos para entender cómo la educación ha sido utilizada como una herramienta de adoctrinamiento y consolidación del poder.
Se prestó especial atención a las voces disidentes y a los movimientos que han luchado por una educación más inclusiva y equitativa. Se exploraron los debates entre términos como multiculturalidad, pluriculturalidad e interculturalidad, destacando sus implicaciones y posibles respuestas en el contexto educativo.
3.
Resultados y Discusión
Interculturalidad, Multiculturalidad, Pluriculturalidad
Vivimos una dinámica caracterizada por la diversidad cultural, que es producto de múltiples factores tales como los procesos de globalización, los constantes flujos migratorios; los movimientos étnicos, políticos, sociales; las influencias externas e internas que mueven a las naciones; y la enorme fuerza de la era digital. Ante esta diversidad, se hace necesaria la existencia de articulaciones y consensos que faciliten y promuevan acuerdos de entendimiento mutuo. Esta diversidad requiere articulaciones y consensos para facilitar acuerdos de entendimiento mutuo. Por ello, muchos Estados han buscado el reconocimiento de la pluriculturalidad (Villenas & Deyhle, 2019). En este contexto, la interculturalidad y el multiculturalismo han emergido como enfoques clave para abordar la diversidad cultural en América Latina.
Olivia Harris (2020) argumenta que el debate sobre la interculturalidad refleja diversas percepciones cognitivas e identitarias, que influyen en la formación de la nación. Este debate incluye visiones que intentan armonizar relaciones culturales hegemónicas y, al mismo tiempo, denuncian el carácter político y conflictivo de estas relaciones. La interculturalidad se convierte en un campo de batalla por el control de las ideologías y la hegemonía cultural (Harris, 2020).
Carlos Iván Degregori (2021) señala que, en el Ecuador, la interculturalidad se construye mediante un esfuerzo permanente y va más allá de la coexistencia o el diálogo de culturas. Es una relación sostenida que busca superar prejuicios, racismo, desigualdades y asimetrías bajo condiciones de respeto e igualdad. Degregori critica la imposición del concepto de plurinacionalidad por la Asamblea Constituyente, considerándola una fórmula legal contradictoria que no refleja la realidad profunda del país (Degregori, 2021).
Desde una perspectiva crítica, Silvia Rivera Cusicanqui (2019) destaca que la interculturalidad, en el siglo XXI, reconoce los conflictos y la coexistencia ineludible entre culturas. Las migraciones masivas y las industrias acentúan los desentendimientos y disputas, evidenciando que las antropologías de lo local y nacional se quedan cortas. La interculturalidad agresiva del siglo XXI incita a preferir este término para reconocer las desigualdades y asimetrías que marcan las relaciones entre culturas (Rivera Cusicanqui, 2019).
Edwin Cruz Rodríguez, (2013) en Pensar la interculturalidad: una invitación desde Abya-Yala/América Latina, sostiene que una de las alternativas que surgieron para generar ese reconocimiento, fue la del multiculturalismo neoliberal. Originado en los estados norteamericanos, este movimiento surgió como respuesta al modelo de integración nacional basado en el concepto de melting pot, que iba muy de la mano con la idea del “sueño americano” (p.13). En América Latina, esta idea de multiculturalismo ligado a lo neoliberal, provocó que, como contraparte, los críticos e intelectuales dieran forma a un proyecto crítico y descolonizador: el de la interculturalidad.
La interculturalidad surge en el Ecuador como un movimiento político e ideológico del colectivo indígena ecuatoriano, para plasmar las exigencias y demandas en relación a las políticas públicas. Se le integran más adelante, los grupos afroecuatorianos y, en la Constitución de 1998, el Estado se ve en la obligación de incluirla como un deber que le corresponde y le compete.
A decir de Catherine Walsh (2012), en su texto Interculturalidad crítica y (de) colonial, hay un debate en torno a los términos “multi-pluri cultural”, que refleja diversas percepciones cognitivas e identitarias, de saber, de producir, de subjetividad para introducirse a lo nacional. El concepto de nación también adquiere una interpretación particular, según cada perspectiva. El debate sobre interculturalidad incluye visiones que tratan, por una parte, de armonizar y normalizar relaciones culturales hegemónicas, y por otra, denunciar el carácter político, social y conflictivo de estas relaciones. La cultura se convierte en el campo de batalla por el control de las ideologías y la hegemonía cultural (p.3).
Por su parte, Cruz Rodríguez (2013, p.16-17), menciona que ni el concepto de interculturalidad, ni el de multiculturalismo, pueden ser definidos desde un solo significado. Esto complica la posibilidad de identificar las ventajas de ambos enfoques, en términos normativos, analíticos y prácticos (p. 16). Sin embargo, se señalan tres posiciones: (1) identifica la diferencia entre ambos términos, basándose en el carácter progresista de la interculturalidad, frente al funcional del multiculturalismo. (2), observa la subestimación de ambos conceptos en función de concepciones simplistas y de moda, que se circunscribe a aproximaciones retóricas más que analíticas y (3) que responde en su mayoría a la literatura anglófona, defiende la superioridad del multiculturalismo por sobre la interculturalidad. El total desconocimiento del debate latinoamericano, resulta en un “anglocentrismo” que desconoce otros significados en relación a los dos términos.
A decir de Cruz Rodríguez (2013), el enfoque intercultural tiene un mayor potencial que el multiculturalismo. A pesar de que ambos asumen la desigualdad entre culturas, el multiculturalismo responde al carácter mayoritario o minoritario de las culturas, visto desde una perspectiva occidental. La interculturalidad, por su parte, responde a la naturaleza relacional de las culturas desiguales, con una visión y una voz generada desde América Latina, y el sur global. (p. 26)
Cruz Rodríguez (2013) menciona, parafraseando a Walsh y a Quijano, que la heredada colonialidad del poder implica un “complejo dispositivo de poder basado en la idea de raza. Es un patrón de poder que se sustenta en la idea de raza como herramienta de jerarquización social” (p.29) Es por ello que, en nuestros países pluriculturales, las élites mestizas y blancas se han posicionado en lugares estratégicos de poder y posesión de los bienes, mientras que los indígenas y afrodescendientes se han visto desposeídos y confinados a estratos bajos. Esta permanencia de la colonialidad del poder, es la que impide una relación dialógica y en igualdad de condiciones entre culturas, que es el objetivo por el que apuesta la interculturalidad.
Una visión integral de Latinoamérica evidencia el uso del término “interculturalidad” más que “multiculturalidad”. Al hablar de la función de los antropólogos en diversos escenarios académicos y de organismos multinacionales, el pensador García Canclini (2021), señala que:
La interculturalidad agresiva del siglo XXI incita a preferir este término para reconocer los conflictos, la coexistencia ineludible que se vuelve insoportable, los deseos de alejar a los diferentes y quitarles derechos. Las migraciones masivas y las industrias evidencian que los desentendimientos y disputas se multiplican internacional e intercontinentalmente. Desde que la pandemia impuso confinamientos y las pérdidas económicas acentúan la aprensión hacia lo distinto, las antropologías de lo local y nacional se quedan cortas. (García Canclini, p.4, 2021)
Así es que, en las relaciones interculturales, es en donde se pone en juego la sociedad, aparecen asimetrías y desigualdades que son fácilmente detectables. Que una cultura sea intercultural no significa que los actores sociales estén en igualdad de condiciones, sino que muchas veces hay relaciones de poder que marcan explícita o implícitamente las diferencias e imponen subordinaciones, evidenciando así dos concepciones, la coexistencia de dos concepciones: una es la visión del mundo como lugar de integración y cordialidad; la otra es la visión del orden social centrado en categorías exclusivas, colocadas en una escala de respetos y diferencias.” (p. 5)
Según Cruz Rodríguez (2013), “las identidades son constructos relacionales y, por ende, suponen disputas políticas que, en última instancia, son las que definen el carácter minoritario o mayoritario, dominante o subordinado, del grupo cultural” (p.31) Este enfoque relacional de las identidades colectivas permite que podamos mirarlos como fenómenos construidos desde el liderazgo, la historia común, el territorio, el idioma, etc. La concepción relacional de la identidad colectiva va de la mano del principio de interculturalidad.
Enrique Ayala Mora (2014), en su texto: La interculturalidad: El camino para el Ecuador escinde dos conceptos claros: lo plurinacional versus lo intercultural, y sostiene que, sin suficiente debate ni razonamiento, la Asamblea impuso la definición del país como plurinacional. “Los directivos de la Constituyente se alinearon en una postura fundamentalista y etnocentrista. No permitieron siquiera que opinaran quienes discrepaban de sus puntos de vista. Consagraron una fórmula legal contradictoria que no corresponde a la realidad profunda del Ecuador. (…)”
Y más adelante, concluye:
La interculturalidad se construye mediante un esfuerzo expreso y permanente. Va mucho más allá de la coexistencia o el diálogo de culturas; es una relación sostenida entre ellas. Es una búsqueda expresa de superación de prejuicios, el racismo, las desigualdades, las asimetrías que caracterizan a nuestro país, bajo condiciones de respeto, igualdad y desarrollo de espacios comunes (Ayala Mora, p. 43, 2014)
No se trata, por lo tanto, simplemente de etiquetar a los países latinoamericanos como plurinacionales. El asunto es bastante más complejo. Es necesario buscar superar los prejuicios que nos han dividido desde los orígenes. Tarea harto difícil el encontrar esas coincidencias y el tratar de limar esas asperezas.
Ni siquiera los conceptos que definen a los grupos de identidades que conforman el Ecuador están claros para todos. Es así que Ayala Mora, al igual que Walsh, explica que es arduo hallar una definición para los pueblos indígenas, ya que las fronteras con lo mestizo son imprecisas. Sin embargo, los define como quienes “viven la continuidad social y cultural de pensamiento y organización de las sociedades que poblaban América antes de la conquista europea. Esto significa que los pueblos indígenas son sujetos históricos, sociales y políticos, con organización y cultura; vinculados al territorio, con la capacidad de reconocerse como tales” (Ayala Mora, 2014, p. 43)
El proyecto intercultural en el Ecuador se encuentra atravesado por el concepto de resistencia, que se evidencia, a través de lo cultural, en los debates por las relaciones desiguales, y en las luchas por transformarlas. Las políticas culturales y las políticas de lugar se hallan entrelazadas. Es por ello que al concepto de interculturalidad se lo relaciona ineludiblemente con un sitio de resistencia política, donde cada uno de los factores interviniente puja por imponer su mirada y versión discursiva.
Las diferencias étnico culturales no parten solo de la etnia en sí, son también el resultado de constructos de la subjetividad y de la experiencia de la colonización: la historia ha ido consolidando una forma de relación que se ha establecido y consolidado. Es por esto, que las luchas interculturales no tienen la fuerza de enfocarse en las relaciones de poder, sino más bien, son entendidas como un asunto de voluntad personal. Sin embargo, a decir de Walsh (2019), considera que “Para el movimiento indígena, la interculturalidad ha sido un término clave para interpelar la diferencia colonial y transformarla, tanto en los campos social y político como, más recientemente, en el campo de la producción cultural y académica”. (p. 29)
Desde la visión indígena, según el kichwa amazónico Carlos Viteri Gualinga citado por Walsh (2013), el poder tiene como elementos sustanciales el yachai, la sabiduría; el ricsina, conocimiento, el ushai, saber ejecutar, el pactana, saber alcanzar, y el muskui, la visión del futuro. Es así como el poder indígena es entendido como un proceso de constante construcción que permitiría la convivencia armónica en una democracia de cosmovisiones diversas. (p.29)
A partir de los años 90, el discurso sobre la diversidad fue ampliamente promovido. Sin embargo, el tinte capitalista que, a suerte de moda neoliberal, le fue dado a este discurso, desdibujó las relaciones de poder y se convirtió en una forma de ocultamiento de la colonialidad. Walsh (2019) menciona que las construcciones discursivas han servido para “construir y perpetuar el peso de la colonialidad, reestructurar el colonialismo, y para lograr los intereses del capitalismo global” (p.30)
El Banco Mundial instaló, en esos años, una operación para el apoyo de los pueblos indígenas y negros en el Ecuador. Esto permitió evidenciar los intereses por mantener el statu quo, con políticas que fueron generadas desde el Estado con el apoyo de la banca internacional, y que, aparentemente, apoyaban las iniciativas indígenas; pero que, a la par, asesoraban a los gobiernos locales con miras a la implementación de políticas neoliberales. De esta época surgieron las negociaciones con compañías petroleras transnacionales y comunidades indígenas.
Esta política multicultural dejaba por fuera del poder de decisión a las comunidades indígenas y afrodescendientes. Un claro ejemplo es el de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual que puso sus ojos en los conocimientos tradicionales (folclore), sin incluir, paradójicamente, a representantes de pueblos indígenas ni afrodescendientes. Walsh (2019) manifiesta que “en todos estos ejemplos, existe una correspondencia entre olas políticas interculturales y los intereses económicos transnacionales y globales” (p. 32)
Este aparente reconocimiento y respeto ante la diversidad cultural se convierte en un dispositivo efectivo para el capitalismo global, y para un “nuevo modelo de dominación cultural posmoderna” (Walsh, 2019, p.32), porque no hace más que prolongar y profundizar situaciones de inequidad, subordinación y sujeción que tienen una raíz histórica y que se ocultan detrás de nuevas formulaciones y relatos: “Esta interculturalidad no apunta a la creación de sociedades más igualitarias sino, más bien, al control del conflicto social y la conservación de la estabilidad social, con el fin de impulsar los imperativos económicos del modelo de acumulación capitalista” (p.32)
Según la terminología empleada entre el multiculturalismo y la interculturalidad, Cruz Rodríguez establece que el ideal que persigue el primero, tiene que ver con la coexistencia y tolerancia entre culturas. Para el interculturalismo, por otra parte, es fundamental construir el respeto y la convivencia para generar el diálogo y el aprendizaje. (p. 37) El multiculturalismo reconoce derechos diferenciados de los grupos culturales, el interculturalismo busca una justicia sustancial, capaz de generar transformaciones estructurales. El multiculturalismo parece más enunciativo y pasivo, mientras que el interculturalismo es más operativo y dinámico. Uno describe, el otro interviene, por eso los discursos multiculturales son más generosos, aceptados y políticamente correctos, mientras que las practicas interculturales habilitan observaciones, críticas y rechazos.
Otros aspectos interesantes son comparados por Cruz Rodríguez. El siguiente cuadro ha sido adaptado del apartado Mas allá de la tolerancia y la convivencia (p. 38-41)
Tabla 1.
Comparación multiculturalismo e interculturalismo
Nota: Elaboración propia basado Cruz Rodríguez (2013)
(Cuadro: elaboración propia, adaptado de Pensar la interculturalidad: una invitación desde Abya-Yala/América Latina, Edwin Cruz Rodríguez)
Se torna indispensable una posición crítica que parta desde la acción local y busque producir transformaciones sociales, haciendo operativos términos y categorías que aún no tienen las consecuencias deseadas. Walsh sostiene que la interculturalidad entendida desde esta posición implica procesos de descolonización, y de-colonialidad, que “están dirigidos a fortalecer lo propio como respuesta y estrategia frente a la violencia simbólica y estructural, a ampliar el espacio de lucha y de relación con los demás sectores en condiciones de simetría y a impulsar cambios estructurales o sistémicos” (p.34) Este proceso implica una militancia crítica contra quienes ejercen el poder, que les deviene de su posición social y sus antecedentes históricos, para desarticular sus argumentos y sus estrategias y darle lugar y el debido valor a los discursos de quienes llegan desfavorecidos a la mesa de negociaciones.
Afirmar que la interculturalidad – en nuestros países – está atravesada por los dictados de un poder que sigue tejiendo a su antojo la trama de las relaciones sociales y económicas no es una afirmación que debe regir para siempre, sino que la tarea es desnaturalizar esas posiciones, desontologizar lo que se supone dado de suyo, y construir verdaderas relaciones simétricas y complementarias. No es una tarea sencilla, pero tampoco es imposible. Para ello es necesario que ambos interlocutores realicen un proceso liberador de conversión, de metanoia, para poder reconstruirse como nuevos sujetos. Tomando algunas de las ideas de Paulo Freire (1998) en sus textos de pedagogía y educación liberadora, opresor y oprimido, amor y esclavo, dominador y dominado, colonizador y colonizado deben cambiar sus prácticas y su subjetividad, para hacer posible una sociedad que se alimente de una genuina interculturalidad.
La interculturalidad reclama y se fundamenta en una intersubjetividad: los sujetos individuales o sociales deben aprovisionarse de los recursos que les permita declinar el afán de dominación y poder, por una parte, y descubrir la estrategia de la igualdad en el diálogo y en la praxis, por el otro: esta intersubjetividad se vuelve liberadora, porque el otro no oprime, sino que ayuda a quitarse los procesos de alienación, que nada uno tiene. De lo contrario, se generan actitudes y estrategias violentas, recursos que tratan de enfrentar el poder con otra forma de poder, sin poder generar la interculturalidad, porque el otro desaparece.
La cohesión de grupo que demuestran las comunidades indígenas pone en riesgo la posición tradicional del Estado ecuatoriano, que reconoce la diversidad étnica desde la lógica multicultural del capitalismo global. El movimiento indígena y su condición de impredecibilidad transformadora, trastorna y desestabiliza las prácticas ambiguas del Estado, ya que propone otras formas de democracia, nación y saber. A decir de Walsh, estas concepciones “perturban la lógica multicultural del capitalismo global que parte de la diversidad étnico-cultural y no de la diferencia colonial” (35).
Lo que está en cuestión no es la raza, la etnicidad, sino el descubrimiento y la aceptación del otro, la desigualdad. No es un argumento utópico, sino una cuestión ontológica y ética. Ese es el principal postulado del movimiento indígena y afroecuatoriano. Se trata pues, de poner un foco sobre las extremas inequidades, fruto de lo colonial, que se ven reflejadas en las políticas sociales, económicas y educativas del país. Más allá de sentirse herederos de una tradición histórica que les pertenece, los grupos indígenas y afrodescendientes buscan reivindicaciones en el accionar social del país. No se busca generar posiciones fundamentalistas que lleven a un aislamiento, sino más bien, llegar a un concepto de interculturalidad desde la diferencia de lo colonial.
La interculturalidad en la educación: una posible respuesta
Habiendo presentado este desarrollo, se hace necesaria una posición que permita deconstruir (para recuperar) el concepto de interculturalidad. En los últimos años, el concepto de interculturalidad ha ganado relevancia en el ámbito educativo como una respuesta a la necesidad de promover una convivencia armoniosa en sociedades cada vez más diversas. Según Letty Viteri, la interculturalidad debería ser obligatoria para fomentar el conocimiento y el respeto mutuo. La falta de entendimiento de los valores y principios culturales ha generado una percepción distorsionada de los movimientos indígenas, perpetuando la discriminación y la desigualdad. La interculturalidad se presenta así, como una herramienta esencial para superar estas barreras y construir una sociedad más justa y equitativa (Walsh, 2020).
Néstor García Canclini (2021) plantea que la descolonización y las antropologías del sur son enfoques cruciales para replantear el campo intercultural y entender la complejidad de las sociedades contemporáneas. Los temas clásicos como el racismo y la xenofobia se reinterpretan en nuevos contextos, que incluyen los derechos humanos y las prácticas de odio. La educación debe adaptarse para abordar estas mutaciones y construir sistemas educativos verdaderamente interculturales que desafíen los saberes coloniales tradicionales (García Canclini, 2021).
María Teresa Sierra (2019) argumenta que la educación intercultural es fundamental para el reconocimiento y empoderamiento de los pueblos indígenas y afrodescendientes. La inclusión de la pluriculturalidad en la Constitución ecuatoriana ha generado expectativas de transformación que aún no se han materializado completamente. La educación intercultural debe ir más allá de la teoría y convertirse en una práctica efectiva que promueva la equidad y el respeto (Sierra, 2019).
Aníbal Quijano (2020) destaca que la unidad en la diversidad es clave para armonizar los distintos sectores de la sociedad. En un país con realidades heterogéneas como el Ecuador, es fundamental que los ciudadanos adopten esta filosofía para construir una visión compartida de nación. La educación intercultural debe fomentar la unidad dentro de la diversidad, superando la fragmentación interna de los movimientos indígenas y afrodescendientes (Quijano, 2020).
Adrián Bonilla (2021) enfatiza la importancia de la educación bilingüe intercultural como un medio para fortalecer la identidad y la autoestima de los grupos indígenas. Proyectos como la Universidad Intercultural de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas (UINPI) buscan desafiar las fronteras académicas coloniales y promover un modelo educativo que entienda la interculturalidad como un proyecto político y social (Bonilla, 2021).
Luis Tapia (2020) menciona que la Constitución ecuatoriana reconoce el derecho a la educación intercultural, promoviendo el diálogo entre culturas y la participación en una sociedad que aprende. Sin embargo, es necesario cuestionar cómo se define y aplica la interculturalidad en el sistema educativo. El riesgo es que se fortalezcan las diferencias, en lugar de eliminarlas, por lo que es crucial que el concepto de interculturalidad se traduzca en prácticas educativas inclusivas y efectivas (Tapia, 2020).
Carlos Iván Degregori (2021) resalta que la interculturalidad debe ser vista como un proyecto de vida alternativo, que desafía la lógica capitalista. La educación intercultural puede rescatar valores comunitarios y principios de reciprocidad, promoviendo una sociedad más equitativa. Para que la interculturalidad tenga un impacto real, debe ser incorporada en todos los niveles del sistema educativo y no solo en programas específicos para minorías (Degregori, 2021).
Ladson-Billings (2019) sostiene que la pedagogía culturalmente relevante es esencial para que los estudiantes de diversos orígenes se sientan incluidos y valorados. Argumenta que la educación debe reflejar y respetar las múltiples identidades de los estudiantes para fomentar un entorno de aprendizaje inclusivo y equitativo (Ladson-Billings, 2019).
Aikman y Rao (2020) exploran cómo la educación intercultural puede ser una herramienta poderosa para la inclusión social y económica de los pueblos indígenas. Ellos destacan casos de éxito en América Latina donde las iniciativas educativas han logrado mejorar significativamente la calidad de vida de las comunidades indígenas, promoviendo no solo la preservación cultural sino también el desarrollo sostenible. Esto demuestra que la educación intercultural puede tener un impacto positivo y tangible en las comunidades (Aikman & Rao, 2020).
Ball (2021) aborda el tema desde una perspectiva global, y analiza cómo las políticas educativas interculturales pueden ser implementadas en contextos diversos. Él enfatiza la necesidad de políticas educativas que sean flexibles y adaptables a las realidades locales, que respeten la diversidad cultural, mientras se promueven los valores universales de derechos humanos y equidad. Ball sugiere que las políticas educativas deben ser co-creadas con las comunidades, para asegurar su relevancia y efectividad (Ball, 2021).
Por último, Sleeter (2019) propone que la formación de docentes es crucial para el éxito de la educación intercultural. Ella argumenta que los educadores deben recibir una capacitación adecuada que les permita comprender y valorar la diversidad cultural en sus aulas. Esto incluye el desarrollo de competencias interculturales y la capacidad de aplicar pedagogías inclusivas. Según Sleeter, solo a través de una formación robusta y continua, los docentes pueden convertirse en agentes de cambio en la promoción de la interculturalidad (Sleeter, 2019).
Según Walsh (2020), la educación intercultural no solo debe enfocarse en la coexistencia pacífica, sino también en la justicia social y la equidad. Ella aboga por una educación que descolonice el conocimiento y que promueva una pedagogía crítica que cuestione las estructuras de poder y privilegio. Esta perspectiva subraya la importancia de un enfoque transformador que vaya más allá del reconocimiento superficial de la diversidad cultural (Walsh, 2020).
Dos propuestas resaltan dentro del discurso indígena. Una, la del conocimiento y otra, la de la unidad en la diversidad. Es así como las posiciones propuestas ven la necesidad de que la interculturalidad sea obligatoria desde la “necesidad de saber conocernos y respetarnos también” (p. 39), tal y como lo afirma la exdirectora nacional de salud Indígena, Letty Viteri, citada por Walsh. Se afirma que este desconocimiento de valores, principios, símbolos culturales, produce una visión distorsionada del movimiento indígena, llegando a extremos de discriminación, menosprecio y desigualdad. Esta imagen de inferioridad, repetida en el subconsciente de la sociedad ecuatoriana, limita la posibilidad de relación entre mestizos, indios y negros.
García Canclini (2021), señala:
“Descolonización”, “antropologías del sur”, son algunas de las posiciones desde las cuales se ensaya replantear el campo intercultural de la disciplina y comprender la complejidad de las sociedades, los vínculos con los Estados, las fuerzas partidarias y los movimientos y organizaciones societarias. Temas clásicos de la investigación, como el racismo, la xenofobia y las migraciones y desplazamientos se reelaboran en nuevos registros como los discursos y las prácticas de odio, los derechos humanos, el feminismo, las performances, corporalidades y emociones”. (p.12).
La interculturalidad es un territorio demasiado amplio y es necesario atravesarlo con la intervención de la educación. ¿Cómo está cambiando la educación en todos los niveles, para hacerse cargo de estas mutaciones e incertidumbres? Tal vez las pistas para imaginar el futuro de las sociedades que son cada vez más interculturales, y que deben serlo de manera genuina, sea construir una versión intercultural de los sistemas educativos y de las practicas educativas de todos los niveles, ya que los modelos tradicionales son deudores de aquellos saberes coloniales que nadie se atreve a discutir.
El desconocimiento y reconocimiento de los pueblos indígenas y afrodescendientes, así como de muchas otras vulnerabilidades, se hallan ligados a la colonialidad del poder, al racismo y a la institucionalidad. El problema del conocimiento sobre la interculturalidad en el Ecuador se limita a lo discursivo. Al haber reconocido a las 28 nacionalidades indígenas y haber incluido en la Constitución Política de 1998 el carácter pluricultural y multiétnico del país, se “crea la expectativa de una transformación que en la práctica no ha ocurrido” (p. 41). La interculturalidad queda, utópica, a la merced de una práctica de buena voluntad de la ciudadanía más que un dispositivo de poder que genere un cambio verdadero.
Por otra parte, el concepto de unidad en la diversidad, está ligado a la significación de interculturalidad. Se trata de armonizar los diversos sectores de la sociedad en relación con la múltiple diversidad de realidades y condiciones que nos caracteriza como país. A decir de Viteri Gualinga, citado por Walsh, “en un país de realidades heterogéneas, la única forma que cabe es que los ciudadanos, los grupos sociales tengamos como principio, y al mismo tiempo, como filosofía esa unidad, esa visión de país dentro de la diversidad en que vivimos” (p.41)
La unidad no solo debe ser observada por los actores de la sociedad en general, sino, además, sobre todo, dentro de los sectores indígenas. Esta falta de unidad ha sido cabalmente, la responsable de graves crisis en el accionar político del movimiento indígena. La escisión que se produce, una y otra vez, en el interior de los movimientos indígenas resulta agotadora. Walsh sostiene que “los particularismos se multiplican, complicando aún más la posibilidad de llegar a un universalismo pluralista, es decir, a la construcción de la unidad en la diversidad” (p.43). La fragmentación es el problema que aqueja a los movimientos indígenas y afrodescendientes. Al dejar de lado a la población mestiza, y con el reforzamiento de la concepción capitalista del Estado, la unidad viene dada desde la reinvención global y neoliberal.
Frente a esta tensión, ciertos sectores del movimiento indígena y afro, ponen sus ojos sobre la educación bilingüe, como un proceso que busca fortalecer lo propio, es decir, la identidad, la autoestima, la concepción de los saberes culturales y científicos, etc. Con miras a generar relaciones más respetuosas y equitativas. Esto ha logrado que, dentro del marco jurídico y político, los grupos indígenas y afro tengan cierta autonomía.
Un interesante ejemplo es el de la Universidad Intercultural de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas (UINPI) o Amawtay Wasi. La propuesta busca extender la iniciativa del movimiento indígena más allá de la oposición política. La declaratoria oficial en su página web sostiene que “Nuestra misión es formar seres humanos que reconocen la relación armónica entre todos los seres de la vida, que ejercen plenamente sus derechos individuales y colectivos para la construcción del Estado Plurinacional e Intercultural, sustentado en el buen vivir comunitario.”
Como proyecto de conocimiento, la Universidad Amawtay Wuasi desafía las fronteras académicas coloniales y tradicionales que han estado signadas por la inequidad, y apuesta por confrontar la violencia epistémica colonial para crear un modelo de educación que entienda la interculturalidad como proyecto político, social y epistémico. Virgilio Hernández, citado por Walsh refiere que “La interculturalidad es simplemente una posibilidad de vida de un proyecto distinto. La posibilidad de un proyecto alternativo que cuestiona profundamente la lógica irracional instrumental del capitalismo que en este momento vivimos” (p. 52)
“Vamos a rescatar el sitial de estos valores y principios: el de lo colectivo, el mundo comunitario, el principio de la redistribución. El principio de la dualidad complementaria. El de la reciprocidad. La complementariedad frente al mundo absurdo de la competitividad” Luis Macas-dirigente indígena
La Constitución ecuatoriana reconoce en el artículo 28, que
La educación responderá al interés público y no estará al servicio de intereses individuales y corporativos. Se garantizará el acceso universal, permanencia, movilidad y egreso sin discriminación alguna y la obligatoriedad en el nivel inicial, básico y bachillerato o su equivalente. Es derecho de toda persona y comunidad interactuar entre culturas y participar en una sociedad que aprende. El Estado promoverá el diálogo intercultural en sus múltiples dimensiones (Asamblea Nacional Constituyente, 2016).
Si pensamos en el diálogo intercultural desde la visión educativa, es necesario cuestionar ¿Qué define el Estado con el término intercultural? En un mundo globalizado y postmoderno, la interculturalidad se traza ¿en torno a qué perfiles? ¿De qué manera delimita la constitución las “culturas” que proclama respetar? ¿Se regresa, de alguna manera, a la folclórica de etnia, de minoría, de desprotección, de vulnerabilidad? Y, como cuestiona Walsh “¿Educar para qué? ¿Con qué propósitos y bajo qué relación y visión de país, de sociedad, saberes y de gente?” (p. 155). El riesgo es que el concepto fortalece las diferencias en lugar de eliminarlas. Parece ser que, al etiquetar las cosas, al nombrarlas, las condenamos inevitablemente a ser aquello con lo que las bautizamos. Promover un dialogo intercultural resultaría maravilloso, desde el punto de vista de la justicia. Si es que fuera real.
El Ecuador es un país pequeño, pero considerablemente diverso. Su riqueza geográfica, ambiental, cultural y poblacional lo hace un país de contrastes extremos. A esto se suman las identidades regionales existentes entre los mismos grupos de quienes se reconocen mestizos. Un país hecho de miles de raíces, que trata de buscarse, definirse y reconocerse ante sí mismo. Una nación formada mayoritariamente por piezas diversas de un amplísimo caleidoscopio de identidades. Hoy somos un pueblo resquebrajado por una constante y sistemática puntualización de las diferencias.
Sin embargo, es menester reconocer la importancia de haber incluido en nuestra carta de identidad, en primer lugar, la educación, y, sobre todo, la educación bilingüe intercultural propuesta por los sectores indígenas. Así lo explica Ayala Mora
Entre las demandas indígenas de las décadas finales del siglo XX, las organizaciones priorizaron el desarrollo de una educación en la que se usaran sus propios lenguajes, como un mecanismo para preservar las identidades y para garantizar sus derechos. Así surgió la propuesta de una Educación Intercultural Bilingüe para los indígenas ecuatorianos. (Ayala Mora, 2014, p. 43)
Para Ayala Mora, el haber incluido la propuesta de la Educación Intercultural Bilingüe para los indígenas, reconociendo la diversidad, supone un logro decisivo para el desarrollo del país. Enfatiza la trascendencia de esta decisión para un entendimiento integral de nuestro país. Sin embargo, las universidades, en su mayoría, no están preparadas, académicamente, para impartir este tipo de educación. Se ven limitadas a ofrecer licenciaturas de docencia con especialidad en educación bilingüe. La sociedad ecuatoriana se mantiene discriminatoria ante las minorías. Los prejuicios prevalecen. Los grupos vulnerables siguen siendo agredidos sin acceso a la educación, sin oportunidades de empleo, sin servicios básicos, mientras que los grupos de poder mantienen las férreas estructuras de dominación del pasado. Los pueblos indígenas se encierran a su vez, ellos mismos, en teorías etnocentristas y excluyentes. Así lo concluye Ayala Mora:
En el Ecuador hay conciencia de la necesidad de impulsar la interculturalidad. Pero nuestro país tiene mucho camino que recorrer para consolidarse como intercultural. Para ello debe no solo renovar sus leyes, sino sus instituciones, su tejido social interno. Todo eso supone el impulso de nuevas prácticas culturales. Y para ello el sistema educativo es crucial (Ayala Mora, 2014, p. 43)
Sin embargo, el mayor peligro y el más grande desafío para el Estado y la sociedad, es que en el sistema educativo regular en el que está la inmensa mayoría de la población, ni siquiera se ha reconocido la necesidad de volverlo intercultural. No se ha propuesto que promueva el conocimiento de las culturas indígenas y negras, el respeto a sus saberes, a la legitimidad de las diferencias, al mismo tiempo que, reconociendo las diversidades, promueva la igualdad y la justicia como sus elementos fundamentales. Tendremos un avance de la interculturalidad si la ponemos en la base de la reforma educativa global. Mientras se crea que la interculturalidad es solo para las minorías, no habremos avanzado mucho. Lo más importante es que la mayoría, en este caso, los mestizos, asumamos el compromiso de construir una sociedad intercultural, conociendo a los “otros” ecuatorianos, reconociendo sus valores, sus derechos, sus modos de vida, y forjando un espacio nacional común. (Ayala Mora, 2014)
4.
Conclusión
Colofón, a manera de reflexión
Debemos reconocernos como ecuatorianos y vernos ante el espejo. Desnudos, como un solo cuerpo. Con todas las aristas, desde todos los costados. Se requiere de una nueva mirada. Una nueva visión de la política, la organización social, y obviamente, una nueva perspectiva de la educación. La Carta Magna no puede imponer un discurso con la idea de que por ello será parte de los hábitos y el quehacer de los ciudadanos. Es urgente efectivizar los derechos proclamados en la Constitución, de manera real y concreta. La mera enunciación discursiva y retórica no tiene impacto. No se trata de proclamas poéticas y utópicas y demagógicas, sino de propuestas operativas: la agenda que le pone orden al día a día de una nación a la que le urge ser mejor y más justa. Según López (2020), la educación intercultural debe ser más que una proclamación constitucional; debe ser una práctica real y efectiva, que impacte positivamente en la vida de los estudiantes. La mera enunciación de derechos no es suficiente. Es necesario implementar políticas educativas que realmente transformen la experiencia educativa de todos los estudiantes, especialmente de aquellos provenientes de comunidades marginadas (López, 2020).
Noro (2017) propone un cambio de paradigmas considerando que los antiguos mandatos y formatos de la educación escolarizada han entrado en crisis, y que, para tejer la trama del futuro se necesitan otros recursos, otras ideas y otros telares antropológicos e interculturales, para poder llegar con la mejor educación a todos.
Sin una narrativa vigorosa las estructuras de las instituciones se mueren, aun cuando permanezcan en pie. Como las instituciones no pueden tolerar la ausencia de relato, lo que en realidad desaparece es el relato único, el relato público, el relato vigente, y comienzan a gestarse y aparecer otros relatos, relatos privados, narrativas múltiples y contrapuestas, legitimaciones diversas, que transforman los acuerdos en conflictos y enfrentamientos. Mientras un sector pugna por mantener la vigencia de antiguas narrativas, en el escenario se instalan usuarios armados con otros relatos que circulan dispuestos a defender la vigencia de sus convicciones y a no dejarse avasallar por discursos que juzgan ajeno y extraño. Y las mismas familias comienzan a desconfiar – por ineficientes o improductivos – de los antiguos relatos y discuten la absoluta subordinación al relato impuesto por la escuela, para sumarle sus propias expectativas.
En este contexto (que es nuestra realidad), la educación, como mandato social, se ve envuelta en un conflicto de interpretaciones, entra en un conflicto de legitimación social y de funcionamiento efectivo, amparados por la privatización excluyente de las narrativas. De alguna manera, cada sujeto que habita la escuela, cada grupo de sujetos construye sus relatos (mínimos, demasiado próximos, relatos a la carta) e ingresa al territorio de la escuela dispuesto a lograr en ella, sus propósitos. ¿Cómo se puede gestionar una propuesta común y efectiva, si bajo el telón de un relato homogéneo y oficial, se debaten y se enfrentan los microrrelatos de todos los actores? (Noro, 2017)
El relato de la interculturalidad, impuesto por el sistema no funciona ni lo hará si no se consideran los microrrelatos que nos pertenecen como ecuatorianos. La narrativa nos ha contado la biografía del país. En ella reconocemos nuestra historia, nuestra huella de identidad, nuestra variedad, nuestra imagen ante el espejo. Requerimos de un relato, de acuerdo. Sin embargo, debe ser un relato realmente intercultural, uno capaz de acoger la enorme diversidad de narrativas que conforman la sociedad ecuatoriana. Convendría, además, adaptarse a un movimiento y transformación constante. Ese debería ser el fin de la educación pública: el de amparar, bajo una sola manta, las diferentes facetas de los actores sociales, de manera libre, autónoma y a la vez flexible. La narrativa única y oficial, impuesta históricamente por las instituciones, ya no es sostenible en una sociedad tan diversa. Bruner (2019) destaca que las instituciones educativas deben adaptarse y permitir la coexistencia de múltiples narrativas para evitar conflictos y fomentar una comprensión inclusiva de la diversidad. Esta adaptación es crucial para construir un entorno educativo que valore y legitime las distintas perspectivas y experiencias de los estudiantes (Bruner, 2019).
La Constitución Ecuatoriana contrasta la realidad del país en relación con lo que está escrito, y lo que es letra muerta. Nada de lo dicho debe agotarse solamente en las palabras. Es evidente que, a pesar de que se hayan incluido en la Constitución Ecuatoriana los conceptos de obligatorio, gratuito, intercultural, inclusión, participativo, equitativo, entre otros adjetivos, la realidad país-educación-estudiante refleja algo distinto. Esta trilogía está lejos de imbricarse. Ramírez (2021) argumenta que la fragmentación social y cultural en el Ecuador es un reflejo de la falta de una educación verdaderamente intercultural. Las universidades públicas, muchas veces limitadas por la falta de recursos, deben asumir un papel más activo en la promoción de la interculturalidad. Esto incluye la creación de currículos inclusivos y la capacitación de docentes para que sean capaces de enseñar y valorar la diversidad cultural en sus aulas (Ramírez, 2021).
Somos una nación fragmentada por las extremas contradicciones entre variados y opuestos microrrelatos que en ella cohabitan y que provocan grietas sociales y culturales. Hoy más que nunca se evidencian nuestras fisuras. En el ojo de un huracán de corrupción, violencia y excesos, las universidades públicas parecenser observadoras pasivas. Se debaten por fondos recortados que las obligan a cerrar cada vez más puertas. La cultura y la educación son las cenicientas del presupuesto general del Estado, y las primeras en ser castigadas, en caso de necesidad. Asistimos a una época de fin de fiesta, de excesos trasnochados. Presenciamos el azaroso momento en el que nuestros países, doloridos, agachan su cabeza, avergonzados.
El estudiante del sistema universitario público, llega desvalido. No cuenta con las estrategias necesarias para garantizar su permanencia ni su éxito. Vino de un sistema paupérrimo de enseñanza. De un lugar donde el docente, cansado de llenar papeles, hizo el mínimo esfuerzo por tocar su mente. Llegó moldeado de una escuela de acuerdo a cánones pre establecidos que le obligaron a encajar. Con sílabos ajenos a sus necesidades, con currículos postizos e impuestos. Arribó, de un lugar distópico y violento, donde tuvo que enfrentar acoso y agresión. Llegó probablemente, de un hogar disfuncional, que no garantizó su seguridad. De grupos de pares que forzaron su identidad con herramientas globalizantes que le obligaron a uniformarse con la actitud de tiempos posmodernos La estructura se mantiene sólida, inquebrantable. El problema no está simplemente en el proceso. Es grave, profundo, irreconciliable. Está en la raíz.
¿En dónde asentamos nuestra realidad entonces? ¿De qué manera garantizamos el rol liberador de la educación? ¿En qué espejo nos podemos ver reflejados como país –uno que no distorsione nuestra verdadera imagen-? ¿con qué herramientas llegamos al estudiante, al ser humano, al relato de sí mismo? Solamente cuando logremos tender puentes, respetar las diferencias, extender las manos hacia el otro, eliminar las inequidades absolutas, contar con políticas públicas serias y no utópicas, líricas, lograremos la interculturalidad. Se trata de no solo de abrir las puertas a todos, sino de recibir y acompañar las trayectorias y de asegurar el egreso.
Hemos de estar conscientes de que, ante el notable crecimiento de la demanda educativa, el gobierno, lejos de cerrar sus puertas y recortar sus prepuestos, debería buscar métodos alternativos de financiamiento. Es menester tomar en cuenta las tecnologías de la comunicación e información en aras de aprendizajes significativos e independientes, fuera de las aulas, con clases no presenciales. Deberíamos atrevernos a pensar en una universidad más allá de los muros, sin un lugar fijo: una que se extienda a nuestros hogares, a los cafés donde nos sentamos a trabajar, a los parques, a las bibliotecas, a los medios de transporte donde continuamos nuestras lecturas y diálogos, a nuestros ordenadores y teléfonos móviles.
Necesitamos pensar en la educación como un puente para alcanzar una mejor calidad de vida. Como si al cruzarlo, otros horizontes aguardasen por nosotros. Con la idea esperanzadora de que, al atravesar al otro lado, otros relatos serán posibles. Otras narraciones saldrán a encontrarnos, nuevas, más libres, más ecuménicas, más envolventes. Relatos que legitimen la universalidad del pensamiento, la emancipación de las ideas, la oportunidad de elegir. La educación superior no está solamente llamada a liberar al ser humano, debe estar más bien, conminada a generar relaciones empáticas y de pares entre los actores de la sociedad. A tender y construir puentes, a extender lazos, a re- conocer a todos los otros, a develar senderos por donde caminar juntos, hombro a hombro, para alcanzar esos horizontes necesarios de plena humanización y de realización como sociedad y como ciudadanos.
En el contexto ecuatoriano, es esencial una nueva visión de la educación, que refleje las realidades y diversidades del país. Como menciona Noro (2017), los antiguos mandatos educativos han entrado en crisis, y es imperativo tejer un futuro educativo con nuevos recursos y perspectivas antropológicas e interculturales. Esto implica diseñar una educación que llegue a todos, respetando las diferentes culturas y promoviendo una verdadera interculturalidad (Noro, 2017).
Finalmente, Torres (2020) sugiere que la tecnología puede ser una herramienta poderosa para promover la interculturalidad en la educación. Al aprovechar las tecnologías de la información y la comunicación, es posible crear experiencias de aprendizaje más significativas y accesibles. Torres propone que la educación superior se extienda más allá de los muros tradicionales de las universidades, permitiendo a los estudiantes aprender en diversos entornos y contextos, lo cual es fundamental para una educación verdaderamente intercultural (Torres, 2020).
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