Introducción
Las teorías dispares que han surgido en las últimas décadas para determinar la naturaleza semántica del nombre propio revelan lo difícil que resulta determinar si denotan directamente entidades en el mundo exterior o, en su lugar, si eligen significados más complejos asociados con la entidad que nombran (Bosque, 2016; O’Rourke y De Diego Balaguer, 2020). Como destacó Klassen (2022), se trata de una palabra que no se comporta como las demás, sino que posee convenciones muy particulares. La heterogeneidad de nombres, los diversos sistemas de nominalización, el roce continuo que estos sufren con factores extralingüísticos, entre otros aspectos, revelan la complejidad de elementos que intervienen al caracterizar al nombre propio, al tiempo que explican por qué prosigue tan avivado el debate. Esta investigación busca contribuir a la discusión y aportar elementos que ayuden a precisar el componente semántico de esta subclase gramatical. Para el efecto, se sirve de un cuerpo onomástico muy particular por el trabajo lingüístico que en él se desarrolla: el literario. Dada la amplitud y complejidad del campo de estudio, se concentra en los antropónimos que se usan en las narraciones ficcionales.
Características lingüísticas de un nombre propio
El nombre propio (NP) es una subclase gramatical de la categoría nombre. Se refiere a entidades particulares que son percibidas en el mundo que nos rodea, o que forman parte de las estructuras conceptuales internas de las personas (O’Rourke y De Diego Balaguer, 2020) a diferencia de los sustantivos comunes que denotan clases de individuos (Bosque, 2016). Sintácticamente, se considera una categoría autodeterminada y autocompletada gracias a su función primaria específica de argumento referencial. Existe una amplia gama de NP en función del tipo de entidades que se pueden nombrar. De todas esas clases, se cataloga como nombres propios puros o propiamente dichos a los antropónimos (nombres de pila, apellidos, hipocorísticos, apodos y seudónimos) y a los topónimos. Las demás subclases (periodos temporales, instituciones, productos, símbolos, etc.) no han sido calificadas en todos los casos como nombres propios genuinos.
Semánticamente, el asunto más debatido es si el NP posee o no significado léxico. Las respuestas han ido desde la afirmación tajante de que carecen de significado intrínseco (Kripke, 1972; Mill, 1843; Récanati 1983) porque refiere directamente y, por tanto, denota sin connotar, no designa clases de entidades, es decir, puede poseer referencia, pero no intención (Bosque, 2016). En realidad, la mayoría de las definiciones aceptadas conceden al NP una función primaria referencial y no predicativa. No obstante, en estas líneas se asume la propuesta de las teorías de sentido, también llamadas descriptivas, que sostienen que un NP -además de su carácter referencial- puede ejercer una función predicativa en algunas situaciones, esto es, predicaciones que se activan en un contexto determinado. La predicación se entiende mejor si se asume que nombrar es un acto de referir y, en consecuencia, existirá alguien o algo (real o imaginario) que es referido. De una u otra forma, se está introduciendo en él una serie de “significados” que se pueden llamar asociaciones connotativas (Munkhjargal, 2020), las cuales crecerán conforme el nombre sea puesto en uso. Langendonck (2007) llamó a esta predicación significado presuposicional, para oponerlo al significado convencional de los nombres comunes.
Este contenido predicativo (un componente extensional e intencional en filosofía del lenguaje) no es único ni estable, por eso no debe ser concebido como un significado léxico, capaz de oponer un NP a otro, similar al que poseen los nombres comunes. Se entiende que estos nombres no requieran de una descripción de este tipo, ya que su carácter referencial permite que cualquier característica o propiedad del referente sirva para identificarlos. De modo que los NP podrían caracterizarse por ser “signos que contengan -de un modo no decidido aún- el ‘concepto’ del individuo al que refieren (…) son signos disponibles para el hablante con significado aislable del contexto” (Fernández Leborans, 1999, p. 102). Las teorías del sentido se sintetizarían con la afirmación de Berezowski (2001): “that meaning is a contingent property of proper names while it is necessary property of any lexical item” (p. 88). Esta significación no proviene del azar ni del componente lingüístico, sino de las convenciones sociales desarrolladas en el proceso de uso del nombre.
La función predicativa de los NP es corroborada por numerosos investigadores. Para Berezowski (2001), los nombres propios pueden significar si a ellos se les otorga la intención de describir su referente, aunque el sentido dado pueda cambiar una vez que su referente pierda las propiedades usadas en el momento del bautizo. Este proceso de separación es más rápido en unos nombres que en otros, por ejemplo, en aquellos que se usan con más frecuencia. Bajo Pérez (2002) defendió que los NP, pese a no tener propiamente significado, sí poseen restricciones semánticas relacionadas con el referente al que se adjudican y que esta “significación” facilitaba información, tanto sobre lo nombrado como sobre el designador. Para Langendonck (2007) “that all signs have meaning (cf. Saussure), that there is no direct connection between name and object and that no artificial distinction should be made between semantic features and conceptual knowledge” (p. 59), luego, si los nombres propios carecen de significado, simplemente no podrían llamarse signos.
Esta predicación descrita requiere de algunos matices, porque no todos los NP tienen la misma naturaleza. Para Fernández Leborans (1999), la diversidad de referentes de un NP es el factor que dificulta aplicar criterios generales que abarquen a todos los NP y así se puedan oponer a los nombres comunes. El NP es, pues, una categoría heterogénea morfo y semánticamente. Sobre esto último, Bajo Pérez (2002) concluyó que podemos hablar de NP en todos los sentidos y de NP en cierto grado. Sobre su semántica, añadió que en un NP se pueden distinguir diversos grados de semantización, en función de la carga de significado, y que un hablante podría reconocer fuera de contexto. Berezowski (2001), que coincidió con las teorías de sentido, estableció tres tipos de nombres de acuerdo con sus posibilidades semánticas: nombres que habiendo funcionado como comunes y habiendo sido por ello designaciones descriptivas de sus referentes, no han mudado su significado todavía (Aurora, Margarita, Rosa), nombres que fueron descriptores en algún sentido, pero que perdieron su significado después de que su contexto de uso cambió la propiedad original del referente (Pablo significaba ‘pequeño, hombre humilde’; Carmen, ‘poema’; Patricio, ‘noble’) y nombres que desde su génesis carecieron de carácter descriptivo (la onomástica de galaxias, asignada comúnmente por el orden de aparición Holmberg 1, Holmberg 2, Holmberg 3). Se infiere, entonces, que existen NP que pueden generar más sentidos que otros y que para el hablante la motivación significante/significado es más evidente en unos casos que en otros.
La cuestión semántica del NP es más compleja porque no todas las significaciones o descripciones que sugiere poseen las mismas particularidades. Langendonck (2007), advirtiendo el hecho, diferenció cuatro tipos de significados: (1) el categorial, que pertenece a la convención lingüística, es asignado a un referente y este referente es asignado a una categoría específica de entidades, por este significado se identifica que el nombre corresponde a una persona, a una calle, a una ciudad. (2) El asociativo, establecido en el nivel de uso de lenguaje y, por eso, tiende a ser subjetivo; puede corresponder a dos tipos de asociaciones: las que corresponden al referente del nombre y las que se evocan por la forma del nombre, por ejemplo, Pedro como ‘piedra fundante’. (3) El significado emotivo es inherente a la experiencia particular de cada hablante con un nombre determinado, como cuando Juan connota tristeza por alguien que se conoció con ese nombre. Distinguió entre el sentido emotivo inherente a los nombres y el que proviene de la forma del nombre, cuando un diminutivo puede usarse en sentido apreciativo. (4) El significado gramatical corresponde a la categoría que define al NP y a los accidentes -el número y el género- que le conciernen por su carácter morfológico.
Al converger las clasificaciones repasadas, se puede concluir: (a) que no todos los NP tienen la misma carga semántica, (b) todo NP presenta, de alguna manera, rasgos semánticos en la medida que podría evocar cualquier tipo de connotación, (c) los significados derivados del NP tienen diversa filiación y (d) el significado del NP depende del contexto de uso, pues no siempre el hablante puede extraer las mismas motivaciones que lo gestaron.
El lenguaje literario como hecho lingüístico
El lenguaje literario se caracteriza porque su objetivo primordial es crear un texto original y producir una impresión de belleza. Para este fin, debe prestar mayor atención al código y a la forma en que se expresa el mensaje. La creación literaria, que se desarrolla dentro de los límites que imponen los procedimientos y posibilidades del sistema lingüístico (incluso cuando busca romper los esquemas normales), se aprovecha de los recursos relacionados con la construcción gramatical, el sonido o el significado de las palabras. Precisamente por esta imbricación con la lengua, el lenguaje literario no se excluye de los estudios lingüísticos porque ayuda a descubrir las posibilidades fónicas, sintácticas o semánticas que pueden poseer las palabras. Debido a ese trabajo que el escritor desarrolla con el código, se puede conjeturar que, en la literatura, de alguna manera, el signo lingüístico posee un carácter motivado. Dámaso Alonso (1998) sostuvo que tal motivación no se halla en el origen de las palabras (estas son arbitrarias), sino en el sentimiento del hablante, que suele encontrar justificaciones sensoriales que refuerzan una identificación significante/significado. Junto a fenómenos fonéticos (aliteraciones o repeticiones) o figuras literarias (metáforas, comparaciones, sinestesias, etc.), puede servirse del NP como un elemento estético gracias a su función predicativa.
Por otro lado, a la lingüística le interesa entender cómo significan los discursos y, dentro de ellos, los NP, a pesar de y debido a su carácter ficcional. Para comprender esta ‘semántica literaria’ se ha utilizado la noción de mundo posible, que define el orbe que construye el escritor en su texto: el lector que accede a ese mundo acepta un pacto ficcional (Eco, 1996); el escritor finge que hace una afirmación verdadera y el lector finge que cree esa verdad. Pero, como advirtió Eco, para que este mundo ficcional sea verosímil, debe estar asentado en un fondo real, un fondo que involucra lo que realmente podría ocurrir, de esta manera se hace creíble, fiable para el lector, incluso si el autor inventa universos fantásticos. El literato se inspira en el mundo real del que toma prestados elementos, categorías, modelos macroestructurales. Si esto no ocurriera, el relato tendría que comenzar por familiarizar al lector con el mundo que instaura, y describir su lógica operativa. Ese material “real” debe acomodarse para entrar en el mundo ficcional. Para Mansillo Torres (2020), la literatura produce mundos y por eso produce subjetividades, los personajes se tornan sujetos en el lenguaje y para ello el lenguaje dispone de recursos, uno de ellos es el NP. Para Čermáková y Mahlberg (2018), hay patrones de conocimiento que se superponen ente ficción/realidad, por eso, el lenguaje ficcional es un reflejo de la continuidad entre la ficción y el mundo real.
Uno de los elementos que el autor toma del plano de la realidad es el NP, por sus particularidades gramaticales y su capacidad semántica. Se supone que el destinatario, al reconocer los nombres y la función que cumplen en un discurso, adopta como indiscutible la existencia, tanto de sujetos como del mundo representado. La identificación ocurre porque lector y autor comparten en su competencia lingüística una especie de catálogo onomástico y ciertas reglas sintácticas y pragmáticas que los conducen a inferir que se hallan frente a un NP. Estos preservan su referencia en todos los mundos posibles en los cuales existe su referente, aunque dentro de cada mundo puedan poseer diferentes descripciones. Para Massanet (2020), el público, al conocer el nombre de un personaje, establecerá un horizonte de expectativas, si bien esta representación, al tener como referencia el mundo externo, estará influida y condicionada por factores histórico-sociales. Bajo ese presupuesto, el NP informará sobre la forma en que esos factores interfieren y organizan los sistemas de nominación y ayudará a observar, desde otro plano, las lógicas operativas de los sistemas de nominación. De hecho, la elección de las formas denominativas para los personajes no parece arbitraria, sino que se ajusta a las exigencias de la narración (Signes, 2020). En definitiva, cualquier NP, al ser un producto de intra e interculturalidad, tiene un carácter marcado y simbólico, lleva el sello de uso motivado y contiene cierta connotación caracterológica y estética que se hace especialmente evidente en el espacio de un texto literario (Ikbol, 2021).
Los nombres propios ficcionales
Ya Aristóteles indagó en su Póetica sobre los nombres potenciales, aquellos que determinan unas cualidades y características propias del personaje al que designan (Massanet, 2020). Mucho más tarde, Rusell (1905), desde la lógica, sostuvo que los nombres ficcionales no carecen de significación, ya que suponen una proposición, aunque no exista el componente referencial, y que la denotación de un NP es una expresión explicativa con un significado sin tener que recurrir necesariamente a la referencia; pensar lo contrario llevaría a anular al NP: sin referente, todo lo que se predique sería inexistente. Frege (1892), que partió de una distinción entre sentido (modo de presentación de la referencia) y referencia (la entidad del mundo), negó significado a los NP ficcionales. En su juicio, el significado del NP (si lo tuviere) debería hallarse en su sentido, pero si el sentido se define sobre la base de la referencia, es imposible colegir que un nombre sin referencia tenga significado. Para Predelli (2020), reactualizando a Frege, las oraciones que componen las historias de ficción no expresan proposiciones y los nombres de las entidades ficticias no son nombres
Con Saussure y las propiedades del signo lingüístico, emergió una nueva manera de aprehender la semántica de la palabra: el significado no se define en el eje externo lenguaje/mundo, sino en el interno significado/significante, asignado por la convención. En tal sentido, resultaría difícil comprender que haya oraciones sin proposiciones. Para Kripke (1963) las predicaciones de un NP pueden emerger a pesar de poseer un referente “inexistente”. Ronen (1994) aseguró que los nombres pueden funcionar como designadores rígidos en contextos no reales, porque ellos satisfacen la condición de existencia que garantiza identidad al objeto concerniente, a pesar de los movimientos que efectúen a través de los mundos y dentro de un estado contextual. Para Acero (2022), el nombre propio de la ficción, al caracterizar a un individuo, sí predica, independientemente de que ese individuo exista o no, y este nombre responde a exigencias ónticas particulares.
En definitiva, para la semántica de la palabra, la referencia se constituye en un hecho lingüísticamente accidental, tanto si el referente es real como si es supuesto. Para demostrarlo, basta recordar que existe un sinnúmero de palabras distintas, pero con significados muy parecidos. Pragmáticamente, el asunto de la referencia en la ficción se resuelve trasladando la relación signo-mundo al eje signo-usuario. Los actos de habla se entienden como afirmaciones simuladas, sin intención de engañar: el sujeto receptor coopera porque sabe las leyes que entran en juego, es una convención ligada al acto de habla. Por consiguiente y conforme lo plantea Berezowski (2001), la referencia debe manejarse en el dominio de la pragmática, porque el conocimiento de la identidad del nombrado depende del contexto comunicativo.
¿Cuál es la diferencia entre el NP real y el que se usa en la ficción? En sentido estricto, no se trata de una diferencia opositiva, puesto que la mayoría de los nombres ficcionales son tomados del mundo real. La diferencia radica en la relación que establecen con el referente que, para el caso ficcional, vive en la imaginación del escritor. Esto no significa que un nombre sea vacío ni autorreferencial, sino que posee una referencia ficcional, diferente a la referencia real. Un objeto o un ser pueden tener propiedades a pesar de no existir. Sin embargo, también existen nombres inventados por el escritor o nombres que con un evidente referente físico (como en la novela histórica). Si esto ocurre, los personajes que los portan no se construyen como mímesis o como prototipos del mundo real, diferencia que no afecta el carácter epistémico del NP. Sugerimos que, independientemente de su origen, el NP en la ficción acepta las funciones sintácticas y se comporta semánticamente como los NP con referentes no ficcionales. En resumen, las diferencias entre los NP ficcionales y los que no lo son se hallan en dos aspectos: en las fórmulas onomásticas que emplea el escritor y en el incremento de la carga motivacional que afecta al NP. Esto quiere decir que, volviendo a la clasificación semántica de los NP citada, un buen grupo de los antropónimos literarios son nombres motivados (transparentes o no) gracias a los sentidos asociados, sobre todo, al significante o al referente. Revisar qué mecanismos operan para dar paso a estas motivaciones llevará a aprehender otras especificidades lingüísticas del NP.
Particularidades de la antroponimia en la literatura
Es posible rastrear en la literatura los diversos mecanismos que se manejan para dotar de una mayor carga semántica a los NP. La comprensión de su funcionamiento ayudará a comprender los procesos designativos y a corroborar la potencialidad semántica del NP, y así validar las teorías de sentido. No es posible estudiar la antroponimia de toda la literatura ni crear una particularización única y valedera para todos los casos; no obstante, se pueden proponer algunos ejes teóricos para entender este tipo peculiar de onomástica. Esta caracterización nace pensada para el español porque los sentidos que se asocian se circunscriben al sistema cultural que los impone, lo que no evita que pueda ser extensiva a nombres en otros idiomas.
En el mundo ficcional se distinguen formalmente, grosso modo, tres fórmulas de nominación para los personajes: las descripciones definidas (el poeta, el niño, el señor), el NP y la anonimia. En este caso, interesan exclusivamente los antropónimos porque el interés de estas líneas es resaltar el “significado” que pueden incorporar. Volviendo a la sistematización de Berezowski (2001), se analizarán los NP que posean algún grado de predicación. Los procesos designativos que se aplican en la literatura difieren de los que usa el hablante en la comunicación habitual, en cuanto el escritor es el dueño del personaje, así que el NP constituye un verdadero programa para el que lo lleva. Así, el NP en la literatura debe entenderse siguiendo el desenvolvimiento del personaje dentro de la obra. Mahlberg et al. (2016) explicaron que el lector interpreta el habla y los pensamientos de los personajes y que una de las formas para hacerlo es a través de las formas denominativas empleadas. Para Signes (2020), la elección de formas denominativas no es arbitraria, sino que deja entrever aspectos relevantes de la caracterización de los personajes de la obra.
Apelar a los sentidos que el NP puede generar es un recurso estético-literario antiquísimo y muy vigoroso en todas las épocas, aunque algunos escritores hayan explotado esta riqueza más que otros. Literatos romanos como Marcial, Cicerón o Plauto fueron maestros en el uso del NP. Dickens escogió y creó nombres ficcionales cargados de múltiples connotaciones (Gradgrind, Pickwick Bounderby, Sleary, Bumble); Marcel Proust ambicionó encontrar una poética del NP. Los autores citados son minúsculas muestras de autores que aprovecharon la semántica del NP en su creación literaria. Este trabajo lingüístico refleja la capacidad de estas palabras para adquirir valores emblemáticos o alegóricos que acompañan a los sentidos del texto. Además, muestra los mecanismos de motivación que activan el valor semántico del antropónimo en el mundo literario. Se irán desglosando usando la clasificación de Langendonck (2007), pero, por la naturaleza de este espacio, se limitará al significado asociativo.
Significado asociativo
a) En relación con el nombre:
En determinadas ocasiones, el escritor designa al personaje tomando en cuenta las significaciones que el nombre, por sí mismo y sin necesidad de un referente, puede generar. Esto puede deberse, entre otras razones, al hecho de que se trata de antiguos nombres comunes que han llegado a ser propios, por antonomasia (Bajo Pérez, 2002). En este caso, las predicaciones del NP se establecen desde el significante y desde allí se trasladan al ser designado. Tenemos algunos mecanismos para este caso:
a.- Por las connotaciones que el nombre genera: no se trata de una asociación etimológica, sino del sentido sincrónico de la palabra. Ejemplos: «Dulcinea», de Cervantes en El Quijote, es un nombre que encarna ternura, suavidad, características anheladas para el personaje. «Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, es protagonizada por una mujer ruda e insensible, una bárbara, el nombre simboliza el carácter de su portadora.
b.- Cuando el escritor recategoriza una palabra en nombre propio: sincrónicamente, cualquier nombre común puede recategorizarse en nombre propio (y viceversa), lo mismo puede ocurrir con un adjetivo incluso con un pronombre (Bajo Pérez, 2002). En realidad, como lo recalcó la misma autora, cualquier secuencia de sonidos, palabra, sintagma o frase puede convertirse en NP. En ocasiones, sorprende el nombre formado porque, por un sentimiento colectivo y por los antecedentes socioculturales, no se pensaría como posible para una persona. En este caso, nacen nombres propios poco frecuentes en una cultura determinada, estrenados o traídos a colación por el literato. Ejemplos: Viernes, de Defoe, en Robinson Crusoe; Buñuelo de oro, Dos reverencias, Forma de lluvia o Doña Munda, de Lezama Lima, en Paradiso; el apellido «Sin Ropa», de Marechal, en “Adán Buenosayres”.
El nombre creado o extraído puede resultar, además de novedoso, extraño. No sabemos qué significa, pero intuimos que tiene algo escondido tras de sí. Normalmente están asignados a personajes redondos, complejos, impredecibles. Ejemplos: «A» y «B», designaciones de Kafka en “Una confusión cotidiana”; Bolaño también usa letras en “Días de 1978” y “Últimos atardeceres en la tierra”; José Luis Alegre, en A & a, tiene como personajes a «A.» y «a.». c.- Por etimología: el escritor activa la significación inicial del nombre. Con este mecanismo, el autor crea una complicidad con un público selecto, que puede percibir su alusión ya que, por lo general, los hablantes ignoran el étimo de las palabras. En este caso, es frecuente recurrir a la etimología del nombre en otra lengua. Ejemplos: Sinforosa, personaje de Vida y hechos del Famoso Don Catrín de la Fachenda, de Fernández de Lizardi, es una mujer fea, pero adinerada, a quien el protagonista seduce; su nombre significa ‘la que está llena de desdichas’. Sofía, en la obra de Carpentier, El reino de este mundo, es una mujer inteligente como significa su nombre. Nemo, el famoso Capitán, personaje de Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino, significa ‘nada’ (en latín), voz que refleja el anonimato del personaje.
d.- Por razones fonéticas: se aprovecha de los fonemas del nombre para crear un efecto de sentido en su portador. Ejemplos: Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, el nombre provino de «Pedrillo», y Sarniento es una deformación de Sarmiento, evocación que nació porque el personaje padeció sarna. «Quiela», en la obra de Elena Poniatowska, Querido Diego, te abraza Quiela, viene de la pregunta en francés ¿quién es ella? (“Qui’st elle?”), y ella era una mujer que había sido olvidada por su pareja. «Servadac», apellido del protagonista de la novela Hector Servadac, de Julio Verne, es un anagrama de “Cadavres”, ‘cadáveres’ en francés, leído al revés. «Caliban» de Shakespeare, en La tempestad, es un anagrama formado de la palabra “caníbal”.
e.-Neologismos: son verdaderas invenciones del escritor. Ejemplos: Ynaca o Rialta creados por José Lezama Lima, en Paradiso, Oromasia de Brimbonques, (fijémonos también en el juego fonético) en el entremés “El marido fantasma”, de Francisco de Quevedo. Hipknock y Gliptodonte (un monstruo humanizado) se deben a Ladislao Holmberg, en “Horacio Kalibang”, Vanessa fue inventado por Shakespeare y «Pamela», por el poeta inglés Philip Sidney.
b) En relación con el referente:
Cuando el escritor prefigura su personaje tomando como modelo o inspiración (con fines miméticos, irónicos o paródicos) el referente que porta la designación. Su ventaja es que, si conocemos al referente, contamos ya con una matriz básica de rasgos semánticos (Bajo Pérez, 2002). La motivación se establece porque el significante se asocia al referente y toma de él los sentidos asociativos que contiene. Los referentes suelen ser personajes históricos, bíblicos, mitológicos o ficcionales. Daniel Vallat los llamó nombres miméticos o significativos, Pavanell, que es citado por Vallat, nombres alusivos, Hamon (1993) habló de personajes referenciales. Estos nombres imponen ciertos condicionamientos al escritor ya que remiten a una realidad extratextual que, de alguna manera, determina el sentido y las particularidades del personaje. Tales nominaciones recalcan el peso de las connotaciones que forja la cultura y la ideología. Ejemplos:
A.- Nombres que provienen de personajes históricos: sin duda, las muestras más patentes nos entregan las novelas históricas. Citaremos solo un nombre: «Simón Bolívar» utilizado en más de una docena de obras, algunas de ellas son: “El último rostro”, de Álvaro Mutis; El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez; Bolívar, delirio y epopeya de Víctor Paz Otero; Yo, Bolívar Rey, de Caupolicán Ovalles.
En ciertas ocasiones, para identificar al referente es necesario tener un conocimiento enciclopédico o un conocimiento específico sobre una cultura o época determinada en la que funcionan las connotaciones (positivas o negativas) o el sentido referencial del nombre. Ejemplos: el personaje Dido en La Eneida, de Virgilio, estuvo inspirado en un ser histórico, la reina de Cartago que se suicidó para no casarse con un rey africano. Guillermo de Baskerville, de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, se basa en Guillermo de Ockham (1280/1288-1349), sacerdote franciscano, considerado por algunos como el padre de la epistemología y de la filosofía moderna. Otros personajes de esa misma obra evocan también a referentes históricos: Ubertino da Casale, Michele de Cesena, Bernardo Gui (Guidone, en la realidad), entre otros.
b.- nombres ficcionales: el nombre del personaje de una obra reaparece en otro relato del mismo autor o de un escritor diferente. Cuando esto ocurre, está llevando consigo la carga semántica que adquirió cuando ingresó en el mundo literario. Ejemplos: el apellido Soulinake fue utilizado por Valle-Inclán para otros personajes en las obras La lámpara maravillosa, Ejercicios espirituales y La corte de Estrella, el apellido indica la procedencia extranjera del personaje. Falstaff aparece en algunas obras de Shakespeare: Enrique IV (primera y segunda parte), Enrique V y Las alegres comadres de Windsor.
Arturo Belano, actante de Bolaño, está presente en Amuleto, Los detectives salvajes o el cuento “Fotos”. Otras muestras de este viaje del nombre las encontramos en las sagas, (El Señor de los anillos), en las novelas con varias partes (El Quijote) o en las novelas policiacas protagonizadas por un mismo detective. En todos estos nombres, sus predicaciones se van completando a medida que se trasladan, pues cada obra proporciona nuevos elementos para advertir el carácter o funcionalidad del personaje.
Un nombre también podría retomarse dentro de la misma obra. El efecto de esta recurrencia es que parte de las descripciones definidas de los NP de los portadores iniciales son heredadas a los nuevos portadores. Dentro de esas descripciones se inscribe carácter, destino, parentesco, intereses. Una novela emblemática de este caso es Cien años de soledad, de García Márquez, en la que algunos nombres se van repitiendo por generaciones, los más explotados son José Arcadio y Aureliano. En Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, se juega con dos nombres: Catherine y con el apellido-nombre Linton. De acuerdo con Ikbol (2021), el homónimo literario posee un enorme poder connotativo y un potencial expresivo, crea significados, debido a su excepcional capacidad para codificar una cantidad de elementos del intra e inter contexto y por encarnar las intenciones del autor y las ideas artísticas de la obra.
c) En relación con el nombre/referente
Se puede afirmar que, en este caso, no existe un predominio ni del significante ni del referente, sino de ambos a la vez. Lo que se pretende es que el designado pueda encajar, por similitud o por contraste, con el nombre que lo particulariza. Realmente serían los nombres que reciben la máxima carga de motivación. Mecanismos usados:
a.- Analogía: cuando el nombre refleja las cualidades que definen al personaje dentro de la obra. De alguna manera, llegan a ser nombres simbólicos. Ejemplos: la mayoría de los nombres de la obra Vida y hechos del Famoso Don Catrín de la Fachenda, de Fernández de Lizardi: Tarabilla significa ‘que habla mucho, de prisa y sin orden ni concierto’, Don Abundo, ‘abundancia’, nombre de un viejo muy rico, Simplicio, ‘simple’, en la novela -dice el narrador- era un ser simple. El protagonista se llama Catrín de la Fachenda, Catrín: ‘bien vestido, engalanado’; fachenda, ‘vanidad, jactancia’ ambas características aplicables al personaje. Junto a ellos están: Don Tremendo, Modesto, Prudencio, Constante, Moderato, cuyos comportamientos están en consonancia con el nombre que llevan.
b.- Antífrasis: cuando un personaje lleva un nombre que no se corresponde con las cualidades o características que se desprenden de él en la obra. Este empleo supone ironía, sobre todo cuando el nombre es bien conocido. Ejemplos: Máximo Estrella en Luces de Bohemia, de Valle Inclán, tiene una vida presidida por la fatalidad, su seudónimo dentro del relato es Mala Estrella. Cuentan también apodos como Cabecita, para un portador que tenía cabezota en Los vecinos del callejón de Andín, de Ignacio Aldecoa o el de Cerebro, para un joven no muy inteligente, en Soldados de Salamina, de Javier Cercas.
Puede darse el caso de que en un mismo nombre se fusionen la analogía y la antífrasis. Ejemplos: Apresurado Lento en Paradiso, de Lezama Lima, un mesero etiquetado así por la rapidez con que la que pasaba los alimentos, tanto que era muy difícil probarlos; Rosario Tijeras, de Jorge Franco -en la novela homónima-, no actúa precisamente como la ‘que vive en un jardín de rosas’ como sugiere su nombre, aunque su apellido sí traduce la conducta violenta de una mujer que se desenvuelve en el mundo de la mafia colombiana; Petra Delicado (Petra, de Pedro, ‘piedra’), la detective de Alicia Giménez Bartlett, un personaje complejo, duro, pero sensible y delicado a la vez.
c.- alegoría: cuando los nombres de los personajes manifiestan ciertos valores consabidos por una cultura. En este caso, las abstracciones pasan a convertirse en NP (Bajo Pérez 2002). Aunque se personifican, en realidad representan al valor mismo. Ejemplos: en los autos de Calderón de la Barca, Amor, Pureza y Sencillez en Psiquis y Cupido; Esperanza, Caridad y Fe, en Nuevo hospicio de pobres. Tirso de Molina sigue un patrón parecido en sus autos, en el Colmo divino actúan el
Cuerpo, el Placer, el Mundo, etc.; en Los hermanos parecidos, Admiración, Engaño, Temor, Envidia, Justicia, etc.
d.- Apodos que actúan como nombres: los apodos, casi siempre, se crean para denotar rasgos mentales, morales, del carácter, temperamento o comportamiento de alguna persona, podrían ser designaciones analógicas o antifrásticas; y podrían ser positivos o negativos. Estas designaciones normalmente son preferidas para los inframundos, porque están asociadas a la ilegalidad y así retratan mejor esas esferas. Ejemplos: En Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, una obra ambientada en un burdel amazónico, predominan los apodos motivados: Chuchupe, nombre de una serpiente del lugar conocida por su gran lengua, sobrenombre de una mujer muy habladora; Chupito, su pareja, es diminutivo porque es pequeño; Sinchi, ‘fuerte’ en quechua, es un tipo de gran influencia en el medio; una prostituta se llama
Brasileña, por haber vivido en Manaos, otras prostitutas son Pechuga o Peludita, las motivaciones son fácilmente perceptibles.
E.- Seudónimos: como los nombres que emplean las personas para sus cuentas de correo. Un caso literario que apela a este tipo de nominación es la obra de Raúl Vallejo, Acoso textual cuyos personajes son los nombres de sus correos electrónicos, así: <mailto:pozole@netmex.com.mx">pozole@netmex.com.mx
> de un mexicano glotón; la de un ejecutivo de Buenos Aires es <mailto:nostalgico@arnet.pro.arnostalgico@arnet.pro.ar>; <bicho@stanford.edu> pertenece a un tipo que odia los cánones establecidos; <sabrina@comp.uark.edu> es el de una mujer que trabaja en el mundo de las computadoras; <enquirer@aol.com> (en relación al National Enquirer) identifica a una conocedora de la farándula. En todos los casos son nombres con una fuerte carga motivadora, considerando que son autonominaciones: el personaje escoge ser conocido con esta forma, con esas predicaciones, dan cuenta de qué elementos eligen para reflejarse, e implican una doble motivación: la que signa el autor y la que firman ellos mismos.
Implicaciones semánticas del nombre propio como antropónimo literario
Los NP tienen una manera de significar que difiere del de las palabras léxicas. Ahora se debe precisar qué particularidades adquiere este semantismo en la literatura y cómo esto permite entender al NP. En el lenguaje literario, el significado no se reconoce inmediatamente a través de la convención, porque es un sentido indirecto, ligado al emisor y a sus circunstancias. Al lector le toca descubrir el significado simbólico recurriendo a las pistas que el emisor entregue y a los saberes culturales que se hallan proyectados en las obras. Y si el significado del NP no se activa de la misma forma que en las palabras léxicas, habríamos de deducir que su sentido, dentro de la literatura, está contenido en una serie de niveles que para descifrarse exigen diversos y complejos (en ciertos casos) mecanismos de interpretación.
Estos significados asociativos, especialmente los que nacen del referente, son difíciles de percibir por el lector, ya que para su activación exigen un conocimiento cultural (enciclopédico, etimológico, de otros idiomas). Barthes (1976) lo explicó de esta manera: es la cultura la que impone al nombre una motivación natural, “lo que es imitado no está ciertamente en la naturaleza sino en la historia, una historia, sin embargo, tan antigua que constituye al lenguaje que ha producido como una naturaleza fuente de modelos y pruebas” (p. 186). En muchas ocasiones, el escritor establece coordenadas que orientan el sentido interpretativo del NP y asegura la delimitación de su campo sugestivo.
A la inversa, muchos de los NP que evoca la literatura se encuentran en la imaginería popular formando parte de su herencia cultural: nombres de héroes bíblicos, figuras grecolatinas, personajes de cuentos, personajes hagiográficos, personajes históricos nacionales, figuras novelescas, todos ellos nada ajenos a un lector medio. Por ello, Adán, Caín, Matusalén, Noé, Moisés, Salomón, Sansón y otras figuras pueden hallarse registradas en la fraseología proverbial. Estos nombres constituyen modelos arquetípicos, usos antonomásicos, con una imagen estereotipada que la literatura explota, en su sentido inicial o resemantizado.
Muchos de los significados que recibe el NP también provienen de la correspondencia que establece con otros elementos del enunciado. Como signo lingüístico, no puede entenderse sin las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas que entabla. En el sintagma, y como materia primera del escritor, el NP constituye un factor de cohesión de los rasgos que, a lo largo del relato, se atribuyen al personaje. El escritor va modelando a sus personajes a través de su conducta y de sus cualidades. Al comienzo del relato -o en la primera mención del personaje- este no es más que una etiqueta que, de forma progresiva y discontinua, se va cargando de significación. Dicho en palabras de Barthes (1970), el personaje se caracteriza por poseer un conjunto de rasgos que se unifican en el personaje a partir del NP o un equivalente: “El nombre propio funciona como imantación; al remitir virtualmente a un cuerpo, arrastran la configuración sémica a un tiempo evolutivo (biográfico)” (pp. 55-56) y esta duración en el tiempo determina su significación. De esta forma, siguiendo con Barthes, el NP funciona como una categoría semántica y no solo como una etiqueta de identidad.
En el paradigma, cuando se alude a nombres referenciales, el NP experimenta un proceso de resemantización y pasa a denotar una serie de rasgos -como si se tratara de un adjetivo o un conjunto de adjetivos- que la tradición ha ido depositando en él. La ficción es, entonces, un campo propicio para la refuncionalización de ciertos nombres. Esta propiedad demuestra que la literatura genera continuas asociaciones, que incluso pueden menguar frente a las que ostenta el referente y pueden llevar a que el significado del referente se virtualice frente al significado literario. También demuestra que si un nombre puede servir para diferentes bautizos es porque no está atado a ninguna descripción que limite su aplicación.
Por lo visto, no todos los NP contienen el mismo grado de significación ni esta significación puede ser percibida de la misma forma por todos los lectores. Por tal razón, los nombres han sido divididos en nombres con motivación más transparente y nombres menos transparentes. Otras categorizaciones, como la de Langendonck (2007), distinguió entre nombres propios emotivos (de mayor carga semántica) y nombres neutros (con menos motivación). Los nombres con motivación transparente son aquellos cuyo efecto de sentido puede ser percibido con facilidad por los receptores. Para la semántica del texto, es sustancial descifrar esta motivación porque aporta sentidos generales a la obra. Entender esta particularidad del nombre literario afecta también al campo de la traducción que, en muchas ocasiones, ha olvidado traspasar esa motivación de una lengua a otra, con las consiguientes pérdidas. Son nombres con motivación trasparente: los analógicos, los antifrásticos, los apodos, muchos nombres que portan connotaciones.
Por otro lado, tenemos a los nombres motivados pero no transparentes, porque sus predicaciones no resultan tan evidentes, o quizá no lo son para un lector común, ya que se requiere de una serie de conocimientos o de contextos no siempre conocidos. Se trata de un recurso intencionado del autor con el cual pretende enmascarar el sentido del NP. Son nombres con motivación no trasparente los que recurren a la etimología, al conocimiento enciclopédico o a ciertas motivaciones expresivas que toma en cuenta el escritor.
En general, todos estos significados revisados ponen de manifiesto que el NP posee, de cierta forma, un contenido predicativo o componente extensional. A pesar de esta evidencia y para inquietud del lingüista, este significado no puede ser expresado en términos de rasgos o propiedades léxico-semánticas, porque no dependen de las propiedades lingüísticas del nombre, sino del uso de la palabra en un contexto específico. Ronen (1994) argumentó que si el NP no lleva implícito un conjunto de descripciones ajustadas es porque, semánticamente hablando, está asociado con un conjunto incompleto de propiedades. En ese caso, la correlación con la realidad no importa porque el nombre está hecho para significar dentro de un mundo particular (como el mundo ficcional). Luego, la mayoría de esas cualidades adjuntas al NP es relativa a un mundo y variará -a pesar del estatuto ontológico del nombrado- según el contexto en que este sea utilizado, o una vez que el referente pierda las propiedades utilizadas en el acto de nombrar.
Como corolario, el sistema de nominación demuestra que la asignación de un NP va a depender del género o subgénero literario en el cual es empleado. Este carácter fue plenamente advertido ya en la literatura clásica griega. El cuento, por su brevedad, puede prescindir de los nombres ya que es más fácil la identificación a través de las frases definidas. En cambio, la novela o la épica (de mayores alcances) permiten la recurrencia de los nombres. La anonimia es frecuente en los textos dramáticos, para reducir papeles actanciales. La literatura infantil es más propensa a nombres analógicos. La literatura de tono burlesco, satírico o humorístico, para acentuar la comicidad e incluso para caracterizar a los personajes (Bajo Pérez, 2002), suele prestarse a la creación de nombres analógicos, antifrásticos o al uso de apodos. De forma similar, se aprecia una relación entre el tipo de personaje creado y el nombre que este lleva. Los nombres motivados son más propicios para personajes planos. En tal virtud, los nombres alegóricos o los referenciales tienden a funcionar como paradigmas de una virtud o defecto. Las obras con pretensiones realistas con mucha frecuencia optan por un NP aparentemente neutro, común en la sociedad que tratan de reflejar. Por su lado, los personajes redondos, usualmente exhiben una carga motivacional menor o esta puede estar disfrazada.
Conclusiones
Después de la revisión de las particularidades de la antroponimia en la literatura, podemos mostrarnos de acuerdo con las teorías del sentido que entienden el NP como una subclase de palabra que posee significado, no en sentido léxico, como ocurre con el nombre común, sino por la aportación de sentidos descriptivos de diferente índole. Esta posibilidad connotativa le faculta para funcionar como una figura literaria, como un elemento estético de significados plurales, capaz de brindar al texto literario un significado adicional. Ciertamente, en el ámbito de la traducción literaria, el asunto del nombre de los personajes es crucial, porque se reconoce que está imbuido de aspectos lingüísticos, culturales y sociales (Čermáková y Mahlberg, 2018; Hăisan, 2020; Turan, 2021), igual idea ha sostenido Munkhjargal (2021) sobre la traducción del NP en general. Además, el potencial semántico del NP también ha sido aprovechado en la enseñanza de segundas lenguas, por poseer un significado categórico mínimo que permite conocer la otra lengua (Klassen, 2022).
Se puede concluir que el sistema de nombrar creado por la ficción es particular y que la especificidad de la onomástica literaria radica en el hecho de que en la literatura se acentúan las posibilidades significativas de las palabras, más aún cuando se puede anticipar al objeto nombrado y descargar en él el peso simbólico del nombre, a lo largo de su actuación dentro de la obra. En teoría y en la práctica, la literatura demuestra también que la lengua dispone de los mecanismos adecuados para crear nombres, en variación nominal ilimitada, dado que cualquier clase de palabra o cualquier secuencia de discurso pueden llegar a ser nombre, siempre que exista la voluntad de que así sea.
Asimismo, la literatura contribuye a comprender el funcionamiento de un nombre que viaja a través de diferentes mundos. Un nombre se traslada de un mundo a otro con una serie de significados asociativos que aumentarán conforme se inscriba en nuevos orbes, lo que no significa que el objeto nombrado cambie de identidad en cada contexto. El sentido del nombre en el contexto de este otro posible mundo puede diferir de su sentido inicial, siempre y cuando ese mundo facilite la información necesaria para formar un sustituto descriptivo para el NP.
En síntesis, la onomástica literaria permite conocer mejor el funcionamiento de un NP. La peculiaridad del denotado ficcional refleja que el verdadero peso semántico de un NP no está determinado en la relación signo-referente, sino en la relación signo-lector, porque su función, designar objetos individuados, es independiente de la propiedad del objeto. Como son posibles sin existencia real, todas las entidades ficcionales tienen la misma condición ontológica, de ahí que sea posible derivar de ellos nociones cognoscitivas de significativo valor para comprender su funcionamiento lingüístico.
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