Mecanismos De Creación De Identidad En El Diseño De Productos A

Través De Valores Culturales, Experienciales Y Racionales


Identity Creation Mechanisms In Product

Design Through Cultural, Experiential

And Rational Values




Rodrigo Martínez Rodríguez

Universidad de La Coruña

España


rodrigo.martinez.rodriguez@udc.es

http://orcid.org/0000-0002-4841-3643




Paula Fernández Gago

Universidad de Deusto

España


paula.fernandez.gago@deusto.es

http://orcid.org/0000-0001-5075-8408





Fecha de recepción:08 de marzo de 2024. Aceptación: 27 de abril de 2024.













Resumen


El presente artículo explora el fenómeno del consumo identitario y la importancia de considerar, en el diseño de producto, las distintas posibilidades de inclusión de valores de distinta índole. Se aleja de una visión exclusiva del diseño como una disciplina configuradora con base en el binomio forma-función. Este trabajo expone la relevancia de dotar de identidad a los productos y, con ello, la posibilidad de creación de significados, al profundizar en la clasificación de valores de consumo- culturales, experienciales y racionales-. Esto se hace a través de ejemplos y casos prácticos que demuestran la importancia de emplear la identidad como un activo importante de consumo.


Palabras clave: diseño de producto, identidad, valores de consumo, diseño y significado.






Abstract


This article explores the phenomenon of identity consumption and the importance of considering the different possibilities of including values of different kinds in product design. It moves away from an exclusive vision of design as a shaping discipline based on the form-function binomial. This work exposes the relevance of providing identity to products and, with it, the possibility of creating meanings, delving into the classification of consumer values -cultural, experiential, and rational-, through examples and practical cases that demonstrate the importance of employ identity as an important consumer asset.

Keywords: product design, identity, consumption values, design and meaning.




Introducción


Desde el auge de modelos en torno al concepto de diseño emocional, como los propuestos por Donald Norman o Pieter Desmet, hasta la aparición de conceptos como el de objetalidad, acuñado por Jasper Morrison (2001) y que pretende incidir en la idea del consumo de productos a través de la identificación de los usuarios con estos, en las últimas décadas han proliferado los trabajos que ahondan en la evolución de la relación entre el objeto y el ser humano (Martínez, 2015). Además, la disciplina del diseño ha evolucionado para atender con mayor ahínco aspectos como la percepción, los sentimientos o la emoción, lo que remarca su papel en la creación de activos intangibles. Así, construye alrededor de los productos un conjunto de valores asociados más allá de la función. Maldonado (1993) apunta a la relevancia del diseño en la creación de constructos o unidades coherentes, tanto desde el punto de vista del productor como del usuario. El diseño industrial se extiende para abarcar todos los aspectos del entorno humano, que están condicionados por la producción industrial.

En paralelo, en el siglo XXI se ha producido un cambio de paradigma respecto a los modelos de consumo, ya que se ha evolucionado desde un consumo basado en la necesidad a una nueva tipología de consumo que excede lo racional y se sitúa en el consumo de significados. El conjunto de valores asociados al consumo ha cambiado drásticamente y, por ello, el estudio de estos y su adecuación al consumidor permiten entender las diferentes estrategias de creación de identidad y los mecanismos de lo que se ha denominado como consumo identitario.

Se desgranan así las diferentes tipologías de valores, lo que demuestra que estos deben ir más allá de los meros valores racionales.



Consumo de productos e identidad


Podemos definir la identidad de un producto como los rasgos que lo caracterizan frente a otros; por lo tanto, se puede vincular con un conjunto de elementos que facilitan su identificación (Torregrosa, 1983). En el ámbito gráfico, Costa (1989) explica la existencia de una identidad programada, formada por un sistema paradigmático de signos. A nivel psicológico, Merani (1976) incide en que la identidad es un término complejo, ya que posee un carácter cambiante y que funciona individual y colectivamente, influenciada por el exterior. Desde el punto de vista filosófico existen numerosas referencias al respecto de la creación o generación de identidades, y de la evolución de estas en función de la interacción que se produce entre el ser humano y su entorno. Blumer (1982) sostiene que esta interacción se produce debido a la ocurrencia de tres supuestos:

  1. Los hombres se relacionan con las cosas en función del significado que tienen para ellos.
  2. Los significados surgen de un proceso de interacción social.
  3. Los significados se ven modificados por un proceso activo de interpretación y relación con el entorno.

Podemos extraer así que el bagaje, la influencia social o de grupo y la propia experiencia humana en su relación con el mundo material modulan la identidad de los productos. Además, existe consenso respecto a la existencia de un conjunto de identidades, como las identidades nacionales o geográficas, las identidades culturales o las identidades religiosas (Vicente y Moreno, 2009). Estos tipos de identidad influyen en la percepción por parte del usuario, al dotar de significado a su contexto material. Y precisamente sobre la relación entre el ser humano y el mundo material y los objetos, Gotzsch (2006) refleja la importancia de este diálogo al identificar diversas fases en las que el producto y el usuario establecen un diálogo social, en el que el producto es observado como un conjunto de símbolos afectivos y culturales que se valorarán con consideración de los valores del usuario.

En el ámbito del diseño de producto, es pertinente entender la identidad como la asociación diseño-usuario, al existir identidades en diseño siempre que un grupo social se sienta identificado con una tipología de diseño. A modo de ejemplo, se puede emplear como identitario el apelativo ecodiseño cuando determinados rasgos modulan un producto (respeto al medioambiente, bajo consumo energético,…).

En este proceso de identificación, se activan las distintas posibilidades de lectura y análisis de un objeto o producto. La materialización física de una idea conlleva un análisis en tres niveles: pragmático, sintáctico y semántico (Peirce, 1987). Al entender lo pragmático como el análisis de lo tangible y lo racional (la utilidad, el rendimiento, la función, …), lo sintáctico, con los elementos que lo componen (estructura, composición, orden, …) y lo semántico, con el conjunto de mensajes que el producto traslada al usuario (significado, estatus, valor, …) (ver Figura 1).



Figura 1

Niveles de lectura en el análisis de producto



Nota. Adaptado de Peirce, 1987.



Además de la identidad que se desprende del propio objeto físico o producto, es importante remarcar la importancia del concepto de marca cuando hablamos de identidad. La marca es un importante activo para empresas, personas y organizaciones; esta, a su vez, se ve influenciada por todas las acciones que sus responsables llevan a cabo. Es decir, a través de cualquier vía de comunicación, las marcas funcionan como discurso y como elemento transmisor de una determinada serie de valores (Roberts, 2005). Por lo tanto, es obvio que existen nuevas dimensiones en el diseño de productos que van más allá de la funcionalidad, ya que aparecen nuevos atributos alejados de lo formal del diseño.

Como muestra el modelo de Gotzsch (2006) (Figura 2), podemos distinguir tres diálogos entre usuario y producto. En primer lugar, el usuario analizará la identidad del producto, al buscar signos afectivos, inputs culturales y los aspectos positivos del propio producto (características intrínsecas). En segundo lugar, tendrá lugar un análisis del producto que tiene en cuenta los valores del usuario; esto es, el usuario analizará el producto en función de los beneficios sociales que este le pueda retribuir, tanto de forma individual como de forma colectiva (pertenencia a un grupo social). Además, el usuario valorará la semiótica personal del producto, al buscar entre sus memorias y recuerdos. Por último, el usuario tendrá en cuenta la pertenencia del producto a una determinada marca, así como los valores que esta o el diseñador puedan añadir a través de su nombre.



Figura 2

Modelo de expresión y lenguaje del producto



Nota. Adaptado de Gotzsch, 2006.



Por último, cabe señalar la relevancia de la identidad en el proceso de consumo. Los productos llevan asociados símbolos sociales que permiten a los consumidores comprar en función de la carga asociada más allá del producto en sí mismo (Luna-Arocas, 2001). Así, según Firat (1992), el individuo va creando su propia identidad de forma fragmentaria. Además, el significado de los productos no se mantiene fijo, sino que flota libremente; por ello, cada individuo puede interpretar significados culturales diferentes e inconscientes ante un producto (Elliot, 1984). Bauman (2010) se refiere a los nuevos parámetros de consumo, en relación con la atribución de identidades, como un conjunto de aspectos que fomenta un consumo individualizado creciente, en el que la persona busca la diferenciación y la atribución de identidades que se reflejan en un juego de prácticas fundamentalmente mercantiles constituidas a partir de una idea de globalización forzada de nuestros estilos de vida. Por último, Birulés (1996) incide en la posibilidad de crear una identidad más allá de lo que nos ha sido donado. Se busca generar identidad a través del proceso de interacción en función del significado que tienen las cosas para las personas.

Si se enlaza el consumo con el término de identidad, desde comienzos del siglo XX aparece un nuevo tipo de consumo basado en el elitismo y la simbología social (Luna-Arocas, 2001). Esto lleva a plantear el consumo como un proceso de creación de identidad. Más allá de un proceso económico utilitario, el consumo es un proceso cargado de símbolos sociales y culturales (Bocock, 1993). Baudrillard (1988) plantea que no solo son las necesidades las que fomentan el consumo, sino que los deseos son la base del mismo, al plantear el consumo como un medio para definir un estilo de vida.

Es evidente que los hábitos de consumo han evolucionado. Se observa, en los inicios del S. XXI, la aparición de una nueva tipología de consumidor, más selectivo e informado (Quiñones, 2014). La búsqueda de utilidad y de lo racional ha derivado de la satisfacción de necesidades individuales a ser el pilar sobre el que se sustentan los órdenes sociales (Luhmann, 2002). Así, los aspectos culturales de los consumidores han cambiado, lo que marca nuevas tendencias en los hábitos de consumo. La cultura es dinámica y gradual, y continuamente se transforma para adecuarse a las necesidades de la sociedad. Esta evolución también ha afectado al diseño, al ampliar su mirada para entregar a la sociedad soluciones que van más allá del clásico planteamiento forma-función. Se atiende a la inclusión de significados que articulan o activan los procesos de consumo identitario. Así, se pasa del consumo de productos y objetos al consumo de mercancías o hipermercancías (Martínez, 2015).

Cabe señalar también la emergencia del concepto de productor-consumidor o prosumer, acuñado ya en la década de 1980 por Toffler (1980). Este concepto se refiere a la aparición de un consumidor que no solo consume productos o servicios, sino que también contribuye activamente a su producción o creación. Este concepto ha tomado especial relevancia en el siglo XXI, en el contexto de la economía digital y la participación activa de los consumidores en la creación de valor.



Valores e identidad


Tras el análisis anterior, debemos considerar la existencia de un consumo identitario, fundamentado tanto en la propuesta material como en las estrategias de comunicación que rodean al producto.

Para entender la generación de este consumo identitario, se puede partir de la clasificación de valores del consumidor propuesta por Alcántara (2012) que distingue entre valores culturales, experienciales y racionales, como mecanismos de creación y fomento de diferentes identidades.

Estos valores llevan al consumidor a elegir en el momento de compra y los objetos obtenidos arrojarán los valores en cada una de las categorías que son importantes para el usuario. Por ejemplo, para un usuario cuyo valor primordial sea la seguridad, cuyos valores de consumo se reflejan en marcas de reconocido prestigio en este campo, y que los atributos que busca en un producto sean de fiabilidad o rendimiento, en el ámbito de la automoción marcas como Volvo o Mercedes responden a esos valores preestablecidos. Del mismo modo, si ese potencial usuario conociese que Volvo ha sido absorbida por la empresa de automoción china Geely, podría modificar su percepción de la marca y atribuirá a Volvo apreciaciones propias de los automóviles producidos en el continente asiático, a pesar de sus estándares de calidad ya contrastados. Por otro lado, si atendemos a valores cuantificables como el precio, posiblemente su preferencia se viese afectada en función de las posibilidades presupuestarias del propio usuario.

El ejemplo anterior remarca, por lo tanto, que el significado de los productos no se mantiene fijo, como propone Elliot (1984). Esto nos ha llevado a estudiar cada uno de los tipos de valores propuestos y su influencia en el uso de identidades.

Al analizar la tipología de valores de consumo básicos, se plantean diferentes estrategias de creación de identidad que nos ayudarán a comprender cómo la identidad es un elemento clave en la concepción de los productos y su relación con los usuarios.



Valores culturales


El diseño y la comunicación aportan al producto valores que el consumidor quiere poseer y está dispuesto a adquirir, positivos o negativos, en función del entorno cultural en el que vive y de la cultura entendida en toda su amplitud. Esas connotaciones podrían ser distintas en otro entorno cultural; por eso son valores culturales. Los valores culturales que perciben o encajan con los usuarios pueden ser mostrados por los productos si siguen diferentes estrategias; además, su transmisión puede ser directa o indirecta:

En primer lugar, cuando se habla de valores culturales de transmisión directa, se hace referencia a aquellos valores que definen tanto a productos como a personas; es decir, explican directamente cómo son estos, en términos calificativos, lo que genera identidades individuales. Por ejemplo, si pensamos en productos de bajo coste, podemos detectar como valores la economía o la prudencia. Son valores propios de un grupo de identidad que podríamos catalogar como ahorrador. Más allá de sus atributos, estos valores se transmiten a través de la comunicación y la publicidad de estos productos, que a su vez serán consumidos por aquellos usuarios que encajen en este grupo de identidad.

En segundo lugar, los valores culturales de transmisión indirecta se refieren a aquellos grupos en los que se incluye el producto o el consumidor; es decir, el usuario se identifica con ese grupo, pertenece o quiere pertenecer a él y tiene en su inconsciente un grupo de valores asociados a ese grupo o un grupo de valores negativos que la pertenencia a ese grupo le permite evitar. La inclusión en un grupo puede ser obvia e incuestionable (edad) o relativa (situación psicofísica). Además, el consumidor puede pertenecer realmente a ese grupo o no, y querer estar incluido en él, o no. Ahí, se habla de grupos de identidad cultural relacionados con el estilo de vida, la clase social, el grupo de edad o el género. Por último, también de forma indirecta, se pueden transmitir valores culturales relacionados con identidades a los que la cultura del entorno atribuye esos valores.

Para ejemplificar este segundo grupo de valores –valores culturales de transmisión indirecta-, podemos citar el ejemplo de la compañía Camper, que además de vender calzado atribuye a sus productos la pertenencia a un determinado estilo de vida, fundamentado en el valor de la tranquilidad; el estilo de vida mediterráneo (Martínez, Pastor y López, 2014). Otro ejemplo, en este caso relacionado con la utilización de una marca país, es el de la compañía Neutrógena que, pese a ser estadounidense, vende la fórmula noruega en sus cremas de manos, basada en la tradición y experiencia de los pescadores noruegos. Este caso evidencia que incluso las marcas país y los valores de una cultura pueden ser explotados por otros países.



Valores experienciales


Como ya se ha indicado en el apartado anterior, las nuevas pautas de consumo hacen que el consumidor espere la aparición de nuevos valores relacionados directamente con la experiencia e interacción con el producto. Esto es, espera una serie de valores añadidos más allá de simples atributos tangibles.

Si entendemos la experiencia como el momento de interacción entre usuario y producto, debemos tener en cuenta que esta se completa en multitud de etapas, que van desde el proceso de comunicación hasta su desecho. En resumen, nos referimos a los valores experienciales como aquellos que el producto y la empresa transmiten al usuario mediante la propia experiencia de compra y mediante la utilización del producto.

Además, esta tipología de valores se refleja en muchos otros aspectos y no solo en la conceptualización del producto; es decir, hablamos también de funcionamiento o de servicio, sin olvidarnos de la distribución o del mantenimiento. Si se estructuran estas etapas, se pueden identificar las siguientes: (1) Información (Comunicación, publicidad, presentación…), (2) Suministro del producto, (3) Pago y /o financiación, (4) Transporte, (5) Instalación y puesta en marcha, (6) Cambio y en su caso devolución del dinero, (7) Garantía, (8) Mantenimiento, (9) Reparación y (10) Desecho (recuperación, reciclado, etc.).

Para evidenciar la importancia de los valores asociados a estas etapas a la hora de crear identidad, se pueden mencionar algunos ejemplos clarificadores, como la experiencia generada por los productos de las compañías Apple e Ikea.

La empresa norteamericana incide en la experiencia de sus productos, en primer lugar de una forma obvia: la interacción con sus interfaces. Pero también genera valores positivos relacionados con la experiencia en otras facetas: desde la apertura de sus envases (diseñados para resaltar la importancia del producto y que guían al consumidor paso a paso durante el proceso de apertura), la instalación de los equipos (el iPhone fue pionero, al recibir al usuario con un menú de instalación preinstalado que facilita el uso y el reconocimiento de las diferentes funciones), hasta su servicio postventa y de garantía (si existe algún problema, la compañía reemplaza directamente el equipo). Se podría hablar también de la propia experiencia de compra a través de la concepción de las tiendas físicas de la compañía Apple; se trata de espacios destinados a que el usuario conozca sus productos de forma personal, cómoda, sin la presión del vendedor. Este modelo ha sido adoptado en la actualidad por el grueso de compañías de electrónica de consumo.

En el caso de Ikea, se puede hablar de la aparición de los tres valores que se analizan en este apartado, aunque en relación a los valores experienciales. Esta compañía de productos de hogar y mobiliario ha generado una experiencia de compra diferente, a través de una innovación radical pero también de un cambio de proceso evidente para el consumidor. Esto se hizo desde el proceso de compra a través de un cambio en la concepción de sus tiendas, la presentación de sus productos (venta de espacios y de un estilo de vida más allá del mobiliario), hasta el transporte y montaje por parte del usuario (al destacar, en este sentido, sus manuales detallados).

En ambos casos, se puede decir que el valor identitario de los productos de Apple e Ikea, en relación con los valores experienciales, se centra en la propuesta de experiencias novedosas. Esto se podría traducir como conexión con el usuario, profesionalidad, calidad o innovación comercial.

Además, en relación con los valores experienciales, Casares y Martín (2011) destacan la importancia de la relación con los servicios de las empresas, además de los valores de sus productos. Así, distinguen las siguientes categorías:

La forma de crear y mantener una identidad mediante estos valores experienciales se puede resumir en los siguientes:



Valores racionales


Por último, se han considerado como valores racionales los atributos de producto propuestos por Alcántara -atributos objetivos-. En esta categoría, resulta más sencillo identificar estos valores, relacionados siempre con el proceso de percepción. Kandinsky (2003) considera cualquier composición como un conjunto de elementos organizados para cumplir una función; así mismo, las diferentes teorías sobre la percepción del producto se ven como el asociacionismo o las leyes de la Gestalt (Oviedo, 2004).

Los atributos o valores racionales de un producto son aquellos valores cuantificables por el consumidor y que en primera instancia se relacionan con las percepciones sensoriales, es decir, con los sentidos. Así, se habla de atributos visuales, auditivos, olfativos, gustativos y táctiles. A pesar de que los atributos visuales son quizás un elemento central de la identidad del producto, es relevante atender al total de los mismos; por ejemplo, se debe atender a la relevancia de la respuesta auditiva ante la activación de un control, o la relevancia del tacto y la temperatura en la definición de superficies en contacto con el ser humano.

El uso de valores racionales permite la identificación de productos y familias. Por ejemplo, se pueden observar los productos de la compañía Muji, que presentan líneas limpias y sencillas, así como colores neutros y básicos. Estos atributos hacen a los productos fácilmente identificables y, en este caso, la identidad está relacionada con la sencillez como valor fundamental. Del mismo modo, para un ojo entrenado, podría resultar ciertamente sencillo detectar determinadas identidades en diseño por su estilo o su materialidad. Por ejemplo, los productos de Patricia Urquiola presentan entramados y texturas que los caracterizan, así como los muebles de Gaetano Pesce son una exploración de volúmenes y formas escultóricas.

Sin embargo, los valores racionales van más allá de su percepción, ya que se pueden encontrar atributos fácilmente cuantificables relacionados con aspectos como el funcionamiento o el precio. A continuación, se plantean las categorías de valores racionales más relevantes:

Por último, cabe destacar la relevancia de la innovación como atributo racional. Tanto a nivel de producto como a nivel comercial u organizativo, se puede construir una identidad basada en la innovación. Se puede afirmar que muchas de las empresas mencionadas en los ejemplos aportados en este trabajo han sido innovadoras. Con frecuencia, las soluciones exitosas son copiadas, pero los consumidores siguen identificando la innovación con la primera marca o producto que la introdujo durante mucho tiempo. Así, aunque el diseño es una de las formas de innovar, la innovación recíprocamente es en sí misma un potente elemento constructor de identidad en el diseño.

Como resumen, se puede decir que la forma de crear identidad mediante la adición de valores racionales se fundamenta en tres pilares:

  1. Reconocimiento estilístico: Basado sobre todo en atributos visuales y físicos, con un uso coherente y sostenido en el tiempo, de forma que el consumidor pueda reconocer el producto. Esto incluye la carga simbólica y cultural asociada a las formas y colores, así como los elementos básicos de comunicación, logo, packaging, etc.
  2. Innovación de producto: Ser o hacer algo diferente y ser el primero. Incluye a la innovación tecnológica, uso de nuevos materiales, tecnologías, etc. Esto puede aportar identidad diferenciada en aspectos como funcionalidad, calidad, ecología, seguridad, o eficiencia, entre otros. El conocimiento del mercado, sus carencias, las demandas del consumidor y las posibilidades de la tecnología y los proveedores deben ser conocidos por el diseñador.
  3. Innovación de procesos: En cuanto que permite hacer posible la innovación de producto y la obtención de costes ajustados. El diseñador también debe conocer los procesos de producción.

Por otro lado, se pone de relieve la necesidad de una formación amplia e integral de los profesionales del diseño. Esta formación debe incluir no solo el dominio de aspectos formales y estéticos, sociológicos, y de identidad cultural, sino también una comprensión de la tecnología, materiales y procesos, costes asociados, estrategia, comunicación y marketing.

Por mencionar algún ejemplo de los valores anteriormente mencionados, resulta evidente que la compra de dispositivos de telefonía móvil se hace en términos de valores funcionales o tecnológicos. En este caso, el consumo ha ido cambiando en función de la disponibilidad de tecnología: enviar mensajes, enviar fotos, recibir correo electrónico, conectarse a internet, consumir contenido audiovisual, instalar aplicaciones, etc.

Otro buen ejemplo en el que los valores racionales resultan claves podrían ser las maletas Samsonite. Estas, más allá de su precio o su tamaño, destacan por su combinación de ligereza y resistencia. Todos estos valores tangibles y cuantificables –racionales- permiten que los consumidores se identifiquen con los productos; o, lo que es lo mismo, fomentar una identidad por parte de las empresas y las marcas.



Conclusiones


Al tratarse de una disciplina viva, el diseño industrial ha evolucionado, tanto en su definición como en sus cometidos, y por ello, poco a poco se ha ido alejando del binomio forma-función y ha ido entrelazándose con campos como la percepción, la semiótica, la comunicación o la emoción.

Paralelamente a la evolución del papel del diseño industrial, se ha visto cómo los avances y la mejora de la calidad de vida han permitido llegar a un estado de confort, en el que el consumo deja de ser una necesidad para convertirse en un hábito adquirido. Así, se ha introducido el concepto de identidad para comprender que, a través del consumo, las personas modulan y crean su propia identidad.

Este hecho aleja la visión del consumo como una actividad realizada por necesidad y lo sitúa en una posición capaz de definir un estilo de vida que obliga al diseño industrial a centrarse en el usuario y a conocer su identidad. En este nuevo hábito, el diseño industrial juega un importante papel, ya que será la disciplina encargada de mediar entre la sociedad y los bienes y servicios. Esta evolución del consumo ha obligado a mirar a otros campos, al diversificar las pautas y hábitos de adquisición. Entenderlos es clave en la propuesta de un diseño, si se tiene en cuenta que los valores de consumo han cambiado. El usuario no solo busca que un producto tenga una serie de atributos, sino que espera, de este, nuevos valores con los que identificarse. Si se parte de la clasificación de Alcántara, se pueden reducir estos valores a tres categorías: Culturales, experienciales y racionales.

Se han analizado cada una de las tres categorías de valores propuestos, con el objetivo de ilustrar las diferentes vías de creación de identidad. Así, en primer lugar, se ha visto cómo los valores culturales hacen referencia a la pertenencia de un producto o de un usuario a un determinado grupo de identidad cultural (por ejemplo, en relación con la edad, los estilos de vida o las aficiones), así como guardan relación con la identidad cultural de un determinado entorno (región, naturaleza, religión, arte,…).

En segundo lugar, se han analizado los valores vinculados con la experiencia –experienciales-. Se los clasifica en diferentes etapas, desde la información y comunicación del producto hasta su desecho. Con este análisis, se ha puesto de manifiesto que es posible atribuir una determinada identidad más allá del propio producto. Por ello, se debe prestar atención a otros aspectos como el servicio, la distribución o el packaging.

En tercer lugar, se han analizado los valores racionales (considerados como atributos de producto por Alcántara). Estos valores tienen en común su identificación y la capacidad de ser cuantificados por los usuarios. Así, se ha visto que, además de los valores directamente perceptibles por los sentidos (formas, colores, sabores, sonidos,…), existen valores racionales como el precio, la tecnología, la innovación o el funcionamiento.

Por último, el análisis de valores ha permitido desentramar el proceso de creación y consumo de identidades –consumo identitario-. Se lo entiende como un proceso de ida y vuelta en el que se pueden considerar los siguientes mecanismos generales de interacción entre valores e identidad: (1) Reconocimiento de la identidad del producto; (2) Adquisición de valores; (3) Creación de identidad personal; y (4) Reconocimiento de la identidad del consumidor.



Referencias


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